La tierra desolada – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

“¿Conseguiré al fin poner en orden mis tierras?..                                  Jose-Rafael-Herrera-ALEXANDRA-BLANCO_NACIMA20130425_0168_6

con estos fragmentos yo he apuntalado mis ruinas”

 S. Eliot

 

 

La desolación es la acción de destruir o arrasar, causando angustia y aflicción extrema entre quienes, no sin espanto, llegan a convertirse –a veces, sin tan siquiera advertirlo– en testigos presenciales, de excepción, de semejante pathos. Una tierra desolada es, en consecuencia, una tierra destruida o arrasada. Aquí por tierra, en el presente contexto (en idioma inglés, land más que earth), no debe entenderse la parte superficial del planeta, sino, más bien, un territorio, es decir, un país, una nación o una formación social entera, un modo de vida y, por ende, un modo de producción, en general. En 1922, un poeta y filósofo anglo-americano, llamado Thomas Stearms Eliot, escribió un poema que cambiaría radicalmente la historia de la literatura del siglo XX. Y cabe destacar el hecho de que ese mismo año fue publicado el Ulises de Joyce, las Elegías de Rilke, el Tractatus de Wittgenstein o el Trilce de Vallejo, entre otras memorables contribuciones a la historia del pensamiento contemporáneo. Precisamente, el poema de Eliot se titula The Waste Land: La tierra desolada. Se trata –quizá– de la más nítida expresión de la desorientación de una época, al borde, precisamente, de la inminente desolación que amenazaba con confundir todos los trazos del desarrollo de la cultura hasta entonces conquistada.

Decía Marx –siguiendo a Hegel, para variar– que los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, por lo menos, dos veces. Pero Marx, a diferencia de Hegel, agregaba que la primera vez se trataba de una tragedia, mientras que la segunda vez se trataba de una comedia. Las nobles figuras de bronce son, bajo la perspectiva de esa segunda oportunidad, transmutadas en mediocres espantajos confeccionados en yeso: “Un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres –¡piénsese en el “Negro Primero”!–, los viejos edictos y los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo”. Con la excepción del comentario entre guiones, la frase ha sido tomada literalmente de El XVIII de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte, un conocido ensayo escrito por Marx, en 1885. Su vigencia, en tiempos de revoluciones bananeras, pasma.

Compuesta de citas y referencias heterogéneas, que oscilan entre la solemnidad de las profecías y la crudeza del desgarramiento satírico, La tierra desolada, de Eliot, expone el desencanto y el dolor conscientes de una generación que fue testigo de los horrores de la Primera Guerra Mundial. Sus repentinos cambios de entonación, de tiempo y lugar; su puntilloso registro de la tumoración de un ambiente material y espiritual triste, desgastado, asfixiante –en el que ya, efectivamente, resultaba imposible respirar– forman, sin duda, el compendio esencial de una sociedad a punto de reventar. Era imprescindible llevar adelante el tenaz esfuerzo de “apuntalar” las “ruinas”, siviéndose, para ello, de los mismos “fragmentos” de una Kultur moribunda. Pero no para presuponer o prefigurar una “nueva totalidad”, otro sistema en “circuito cerrado”, sino, más bien, para atreverse, para decidirse a cambiar el rumbo, delineando posibles, relativas, innovadoras y, aún, problemáticas, formas de reconocimiento y reconciliación. Se trata, en suma, de una vívida y penetrante ‘experiencia de la conciencia’, surgida, justamente, de la desolación dejada por una pretendida revolución que, en nombre de la justicia y el “buen vivir”, ha terminado por desatar las peores pestes del resentimiento social, la criminalidad, el parasitismo, la desidia y la quiebra de una de las naciones más prósperas y pujantes de Latinoamérica.

Haber intentado “encajar” el país en un esquema anacrónico, universalmente “aplicable”, metodológicamente “infalible”, al cual, hasta hace poco tiempo, denominaban “el proyecto” y su consecuente “proceso de cambio”, en nombre de un supuesto “pueblo”. La temeridad del dogma y el fanatismo, de las formas abstractas, fijadas por la reflexión del entendimiento. El uso de la fuerza bruta y el engaño continuo, persistente, con el propósito de aplastar la disidencia y transformar la alegría de vivir en terror y muerte. Una sociedad que repudia el mérito y la iniciativa está condenada a la peor de las miserias: la del espíritu. Hoy el país muestra su hambre, sus incontables limitaciones, la amargura de haber sustituido la vitalidad y las ganas por la mendicidad de la ‘malandritud’, el ‘pranato’ y el ‘bachaqueo’. Esta tierra ha sido desolada. Las ficciones y los espejismos promovidos por la demencial figura de quien amaba el poder por encima de todo, ahora muestran sus costuras. Las consecuencias de haber despilfarrado una inmensa fortuna y haber promovido, sin el menor pudor, los morbos de la corrupción, han terminado en el más amargo de los des-encantos. El sueño ha devenido pesadilla.

Es posible que la historia se repita. Vico ha dado cuenta de la discontinua continuidad de los ‘cursos’ y ‘re-cursos’ de la “naturaleza común de las naciones”. Una naturaleza, al decir del paciente tejedor de la batista, “paralela, pero no sincrónica”. En nuestro caso particular, el uso y el abuso de la épica, la de los llamados “héroes de la patria”, ha servido para la validación de un gran fraude, que lleva ya demasiado tiempo. Lo que nos advierte Eliot, desde el “encuentro en la lejanía” con los ya remotos principios del siglo XX, no consiste en repetir –o en seguir religiosamente– el diagnóstico dejado en su crucial poema. Todo lo contrario, Eliot nos invita a ‘seguir pensando’, a reinventar los posibles e infinitos escenarios de la Leben. La confección de un “programa” definitivo, preconcebido, acerca de cómo habrá que llevar adelante la reestructuración del país, es una afrenta a la inteligencia. La labor consiste, más bien, como dice Adorno, en aprender a curar las heridas que nosotros mismos nos hemos infligido.

Dispersión y concentración, a un tiempo: tales parecen ser los términos, opuestos y correlativos, más apropiados para expresar la energeia y la tensión de la labor en medio de una época signada por la crisis orgánica. Se requiere de los mejores, de los más cautos y prudentes. Indispensable convocar o consultar la inteligencia en el exilio. La situación exige sagacidad. Pero no obsta para que la razón no dé cabida a la firme voluntad de hacer pensando y de pensar haciendo.

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