Por: Fernando Rodríguez
La soberbia es uno de los pecados capitales, dice la teología cristiana, es decir, aquellos que generan infinidad de actitudes y acciones pecaminosas. Los caudillos revolucionarios, en realidad todos los déspotas, tienen que ser soberbios, considerarse y proceder como si fuesen superiores a los demás. Afirmación que es casi un pleonasmo. El culto a la personalidad le da forma a tan despectivo trato con el resto de la especie. Franco, caudillo por la gracia de Dios; Trujillo vivía en Ciudad Trujillo; Hitler era Alemania, y todos somos Chávez y un inacabable etcétera
Pero queremos precisar aquí que si la soberbia del caudillo tiene que unificar todos los poderes nacionales en uno solo, el suyo, tiene otra tarea esencial, como es la de mantener a raya, fuera de juego, a los actores externos que pretendan inmiscuirse en su reino egolátrico, que él llama patria o paradójicamente soberanía. Tanto más en un mundo globalizado en que las instituciones internacionales, desde la ONU hasta las innumerables ONG y los medios mundializados y las redes oceánicas, cada vez más y para bien de la humanidad, limitan el abuso y la crueldad contra los hombres, y hasta contra los elefantes estoicos o los teatrales delfines, los convierten en un problema universal.
Chávez llevó una política internacional nada despreciable en sus alcances. También bastante bizarra: violando protocolos seculares, insultando a diestra y siniestra (Bush y el azufre en la mismísima ONU) y practicando la gorilofilia, haciendo amistad con cualquier tiranuelo que se le acercase, por esquizoide que fuese, verbigracia Gadafi con sus deslumbrantes e inagotables disfraces.
Y, este es el punto, no quiso que se le metieran en casa esos multiformes factores internacionales, capaces de aguarle la fiesta. Pienso yo, supongo, que esta sí fue una lección de Fidel, que la había practicado durante décadas: ni agua para esas máscaras de la reacción mundial, plomo. Y así lo hizo el discípulo después de que salió del golpe de abril, de la mesa de Gaviria y el revocatorio, del sofoco. No dejó nunca que ninguna comisión viniera a auscultarnos y hasta se atrevió a salirse de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Y no hubo opinión externa en algo divergente que no recibiera bestiales respuestas o represalias diplomáticas. Y acabó, por supuesto, con los “injerencistas” observadores electorales. Mientras se permitía meterse en cualquier lado: con las FARC, con los maletines electorales, con el circo de Zelaya…
Ahora Maduro ha recogido esa línea de acción, mandando al diablo la oferta de la OEA para observar, en serio, las elecciones parlamentarias, muy conflictivas dada la desastrosa y crucial situación del país y la inclemente polarización política. A lo que sumamos nosotros la alocada agresividad gubernamental, producto de su desesperación ante el desafecto popular, que ya no solo quiere sembrar terror en el país, sino incluso involucrar a los vecinos en su mercenaria estrategia electoral.
Lo que pareciera ignorar el gobierno es que Venezuela y el mundo son otros que el de las vacas de ayer. Que son una minoría culpable de la destrucción del país. Que hay ya demasiados mensajes de alerta y de reproche de un mundo asombrado de nuestra insania y desolación. Que en La Habana flambea la bandera gringa. Que estamos dando un espectáculo dantesco atropellando a colombianos indefensos. Que los descuartizadores no dan votos. Que Maduro no tiene chequera, ni amigotes fieles, ni es un buen showman y, por tanto, su soberbia es demasiado necia. Que damos lástima y generamos angustia a los hombres de buena voluntad.
En fin, que si no alcanzamos a hacer las venideras elecciones, además decentes y creíbles, dignas de ser observadas, estamos al borde de una conflagración histórica de incalculables proporciones.