Por: Roberto Giusti
El Estado cuyo objetivo era el control total, cedió ante el desorden y el caos
Luego de quince años de vivir en emergencia permanente el país se encuentra fatigado y harto de vivir en la zozobra. Históricamente los procesos revolucionarios en el mundo se definían en cuestión de un par de años, al menos en cuanto se refiere a la consolidación del poder, bien sea en manos de un déspota, de una nueva clase dominante o en una conjunción de ambos elementos.
En Venezuela no ha sido así. La particularidad de arribar al poder a través del método “burgués” impuso la metodología de la transición gradual, la destrucción anárquica, pero al mismo tiempo parcial y pausada, del orden establecido, al contrario de la norma imperante hasta entonces de la transformación súbita y violenta, sin ningún tipo de ataduras a “la democracia burguesa”, que dejaba el campo libre para entonces sí, de manera ordenada y sistemática, consolidar el poder conquistado y someter, sin contemplaciones, los focos contrarrevolucionarios.
Es cierto que Chávez acumuló una porción de poder como pocos dictadores venezolanos lograron, pero hasta el final debió someterse al rito electoral y a unos medios de comunicación críticos que se empecinaron, no sin un relativo éxito, en demostrar que esa “suma de felicidad”, de la cual se jactaba , sólo existía en el aparato propagandístico del Estado.
En otras palabras, si bien Chávez consolidó su permanencia en el poder, nunca logró doblegar del todo a ese medio país, resistente y negado al curioso proceso revolucionario que no terminaba de cerrar el círculo de la dominación y se escindía en una interminable fase prerevolucionaria. Pero por no dar el paso a la siguiente etapa,( la consolidación), el caos, la anarquía y la violencia se instalaron como algo permanente y fuera ya de sus manos.
Así, el Estado cuyo objetivo era el control total, cedía ante el desorden y el desenfreno de unas fuerzas sociales que tomaban, como se les dijo que hicieran, lo que se les había quitado desde siempre y el despojo, el robo, el asesinato y la impunidad, se convirtieron en valores autoimpuestos, mientras la nomenclatura hacía lo propio con el presupuesto nacional.
Frente a ese caos sólo la figura de un caudillo indiscutible, evitaba la disolución total y así marchábamos hacia la nada, haciendo de la crisis un hecho permanente. Sólo que ahora, cuando una renta petrolera exhausta ya no puede más, la crisis define un desenlace inevitable y oh, desgracia, ya no está el Comandante, aquél que mandó a parar, el mismo que dominaba a su antojo las facciones internas y con sus artes de prestidigitación salía avante de los peores enredos. De allí que figuras como el padre Luis Ugalde hablen de la inevitabilidad de un gobierno de transición que nos devuelva la certeza de lo previsible.
@rgiustia