Por: José Rafael Herrera
Se habitúa creer que la mitología nada –o poco– tiene que ver con los asuntos propios de la realidad ni, mucho menos, con la objetividad de los “hechos” que conforman la vida cotidiana. La verdad es que la mitología contiene mucho más realismo del que se pueda pensar, siendo ella, más bien, el nervio fundacional de toda determinada cultura. Su importancia es tal que, de hecho, uno podría afirmar, por ejemplo: “Dime de qué mitología provienes y te diré quién eres”. Todo depende de la capacidad de penetrar en la intimidad de esos mitos fundacionales, de atravesar la superficie más allá de lo inmediato, de lo primario y convencional.
La agudeza para poder diluir la rocosa solidez de la cual está hecho lo meramente tangible –la llamada por Hegel “certeza sensible”– es el resultado de dos dimensiones imprescindibles: la inteligencia –el intelligere o la capacidad de interrelacionar aquello que en apariencia no se puede–, estimulada por un adecuado ambiente de libertad, de pleno desarrollo espiritual; y por la misma formación cultural –la Bildung– que se haya logrado conquistar y consolidar. Como podrá observarse, tanto una como otra dimensión son necesariamente correlativas y no se pueden separar. En suma, solo las sociedades libres pueden producir gente capaz de romper las gruesas paredes de la ignorancia, de los dogmas y del fanatismo. Y fue justamente tal condición la que dio espacio y tiempo a la meravigliosa mitología griega clásica, la cual hizo posible nada menos que el surgimiento de la cultura occidental, de sus ideas, valores e instituciones fundamentales. Y ese es el caso del mito de Amphión y Zeto.
Para no mencionar únicamente la importancia que le atribuyen los grandes poetas helenos, cabe mencionar el hecho de que, por lo menos en dos de sus Diálogos –Gorgias e Hipias mayor–, Platón hace referencia a los gemelos Amphión y Zeto. Como se sabe, y a diferencia de todos los casos similares –como el de Caín y Abel o el de Rómulo y Remo–, se trata de hermanos “nacidos de un mismo parto”, hijos de Zeus con la bella Antíope, quienes simbolizan fraternalmente lo que Platón denomina “la vida activa”, esto es, una vida para el devenir, el movimiento, el quehacer, la” sensitiva humana”, la creación continua de la historia. Si Zeus representa el bien, la justicia –Iós o Ius– y Antíope la belleza, Amphión y Zeto, sus hijos, son la representación de los componentes esenciales del Estado occidental: la sociedad civil y la sociedad política. En una expresión, el Estado es hijo de lo bello y lo justo, porque es el resultado de un acto de creación, a un tiempo, estético y ético que se condensa en la verdad. Si no es un Estado resultante de lo estético, lo ético y lo verdadero (como reconocimiento de su Wolksgeist), no merece ser llamado Estado, por lo menos no en sentido occidental.
Zeto, fuerte, disciplinado y armado, supo siempre que quien debía dirigir los destinos de la sociedad era su hermano Amphión. Si bien es cierto que las sociedades ameritan del orden, la defensa, el control y hasta de la coerción, no debe dejarse de lado el hecho de que es el consenso, eso a lo que Rousseau designaba con el nombre de la “voluntad general”, lo que, en última instancia, da cuerpo y vigor al entramado social en una república. Al consenso lo mueve la lira. A la coerción la mueve la fuerza. Amphión administra el acuerdo y garantiza la paz. Zeto garantiza las armas y administra la violencia. Las murallas de Tebas fueron construidas al son de la armonía y sin los rigores del látigo. Tales son los términos de la coincidentia oppositorum, el equilibrio y la estabilidad de una nación diseñada para la libertad. En fin, se trata del “otro del otro” que es “sí mismo”. El debate, como expresión de civilidad, viene a ser comprendido como la única “guerra” posible y, a la vez, como la garantía de que esa paz conquistada será perpetuamente preservada, tal como exigía Kant.
No es por mera casualidad que la figura de Amphión se encuentre ubicada frente al edificio del Rectorado de la Universidad Central de Venezuela, en el centro mismo de la “síntesis de las artes”, y que la fuerza de un toro y de un brioso caballo representen a Zeto, justo en frente del patio de honor de la Academia Militar de Venezuela. En el medio, un largo trayecto vincula la residencia oficial de los dos hermanos. La mítica simbología da cuenta de un Estado en el que cada uno de los términos sabe cuál es su lugar correspondiente. Pero en los últimos tiempos Zeto parece haber perdido la compostura para precipitarse, ocupando lugares que, dado su oficio, no le calzan, no le corresponden. Haber convertido la institución armada en partido político: no se trata solamente de una revancha de Zeto. Las consecuencias han adquirido las dimensiones de una lamentable tragedia, de la cual la sociedad entera ha terminado pagando las terribles consecuencias.
Cuando se rompe el equilibrio –la armónica coincidencia de los opuestos– la sociedad entra en una auténtica crisis orgánica, de la cual solo puede salir si logra restituir los términos en su correspondiente lugar. El estruendo arrollador de las botas militares ocupa el escenario propio, natural, racional, de la vida civil y los “controles” impuestos han devenido crasa corrupción diseminada. El efecto de semejante deformación tiene su registro de lectura en una institucionalidad ficticia; en una economía exhausta; en una sociedad civil depauperada y enferma; en una política internacional débil y mediocre; y en un modo de ejercer la política sobre la base de la coerción, el dogma ignorante y, por supuesto, el miedo. Ya no queda lugar para Amphión. Ya no hay, en sentido estricto, ni consenso ni, por ende, república, sino una sociedad a la que se pretende uniformizar en todos los sentidos: una sociedad de obedientes y no pensantes, de hombres y mujeres no libres, en y para sí. La revancha de Zeto lo abstrae de su origen griego para devenir Caín, asesinando a su hermano por la espalda, a sangre fría, en nombre de la paz.
Una oportunidad de reivindicarse, de que las aguas bajen y vuelvan a sus márgenes, a su cauce, llega, con frescos vientos, en diciembre. Si las fuerzas democráticas logran imponer mediante el voto una nueva “voluntad general”, Zeto tiene la obligación de acatar la decisión de la mayoría, retornar a sus cuarteles, transformándose, así, en el garante de una sociedad que intenta curar sus propias heridas. Es el modo legítimo de vindicarse con Amphión, pero, sobre todo, consigo mismo.
@jrherreraucv