Visiones tremendas como la del hombre empujando en plena calle una carretilla colmada de dinero, fruto de su salario semanal (lo cual equivalía al precio de una libra de pan); de un ama de casa encendiendo su estufa con billetes en vez de carbón, o la de tres niños jugando a armar una gran torre con bultos del inservible “Papiermark” -el papel moneda sin respaldo en oro que durante los años de la República de Weimar emitió el gobierno alemán para costear deudas de la postguerra- parecen salidas de los vuelos de alguna forzada distopía literaria; ni hablar del hecho de que para 1923 los alemanes pagaban 4,2 billones de marcos por dólar. Sabemos que eso no es obra de la ficción, sin embargo. Tales aberraciones retratan los tajos que una miope política económica puede proferir a una nación: la hiperinflación y sus resultas, la pobreza y el desempleo, mismos flagelos que hoy se columpian como espada de Damocles sobre las molleras de los venezolanos.
En ausencia de informes oficiales, las cifras aportadas por la AN a través del diputado Ángel Alvarado arriman certezas al tufo del descalabro: “Tasa de inflación de junio 2017: 21,4%. Acumulada 2017: 176%. Rumbo al 1000% de continuar este desastre socialista”. Por su lado, el FMI confirma el ascenso desbocado de precios y calcula 720% para final de año y hasta un 2000% en 2018. Las previsiones, en fin, no son nada alentadoras. “Con un nivel promedio de 35% de inflación al mes, vamos a cerrar con récord de 1400%. Es un escenario hiperinflacionario”, afirma sin titubeos el economista Asdrúbal Oliveros de la firma Ecoanalítica, y su sentencia se amarra como una doble losa al cuello. Es que incuso sin haber estado expuestos a la siniestra exactitud de los datos, la pauperización metida en propia piel, la cortedad de un sueldo que apenas cubre el gasto en comida, la escasez de efectivo, la pasmosa devaluación, dan vívida cuenta de ese riesgo.
Asumiendo que en economía siempre es posible estar peor, no luce nada fácil lo que se avecina, y eso nuestra sociedad parece estar masticándolo a fuerza de lutos, menguas y desgarros. Basta con repasar noticias sobre los estragos del hambre en un país cuyo gobierno hace poco pregonaba sus éxitos en materia alimentaria: según el Panorama de Alimentos y Seguridad Alimentaria 2017 emitido por FAO, “Venezuela demuestra el aumento más significativo de subnutrición en la región”. Niños con bajo peso y talla, carne y espíritu que nunca más podrán recobrarse del impacto de no haber sido oportunamente alimentados. El futuro, en fin, sigue contaminado de la peor incertidumbre, la de estar en manos de mandones que se afanan en hacer todo lo contrario a lo que prescribe no sólo el conocimiento de los expertos, sino el más básico sentido común.
En medio de tal deterioro de la calidad de vida, de la crónica fragilidad, del desespero que incidirá en el probable aumento de la conflictividad social, la política debería explorar vías de desahogo para una presión que, según voces autorizadas, pone a Venezuela a las puertas de un conflicto de temible magnitud. No sólo la hambruna, también la guerra civil es demonio que nos corteja, acechando a propios y vecinos con sonrisas de dientes desportillados y dedos que apuntan con huesuda delgadez. Nos guste o no, y luego del nuevo mapa que dejan las elecciones regionales, se impone la construcción de salidas sin violencia, que no desconozcan la realidad: “torres de razón”, diría J.L. Borges, soluciones institucionales, pacíficas, democráticas a través del entendimiento.
¿Qué viene ahora? Soltar el cuchillo, poner oído en la alarma. Unidos por la necesidad de retomar el cauce que dibuja la Constitución, seguros de que no habrá atajos, rivales que se evaporan sólo con desearlo ni intervenciones Deus ex machina, la iniciativa de grupos de la sociedad civil a favor de virtuales negociaciones se ancla a la implacable certeza de que cada fuerza en antagonismo tiene ventajas relativas y que, como reclama la comunidad internacional, empuñar el logos, hablar para lograr acuerdos mínimos -así como la convergencia de ánimos impulsando cambios de abajo hacia arriba– ayudaría a evitar mayores daños. El “Proyecto de Entendimiento Nacional” promovido por la Cátedra libre “Democracia y Elecciones” de la UCV, por ejemplo, insiste en articular esas visiones del país que queremos, pues como afirma vehemente Egleé González, en estas circunstancias “solo no puede nadie”.
Aguijoneados, sí, por el mal sabor que dejan los episodios disfuncionales de diálogo, toca aceptar que abordar la salida de este régimen es tarea quirúrgica, y por tanto no es corte que podamos hacer con bisturí sin filo o pinchados por la inmediatez. Aunque cueste, y contra el nihilismo rabioso que todo lo demoniza y nada aporta, sortear el peligro de una tragedia peor a la de Weimar hará que la gesta valga la pena. Las más pétreas resistencias se quebrantan con tenacidad: “Insiste, con ocasión o sin ella”, sugería San Pablo: Venezuela merece un destino distinto.