Por: Leonardo Padrón
El lugar común reza que nada posee más velocidad que una mala noticia. Pero cuando ya un país entero se ha acostumbrado a ese clima umbroso, la ecuación varía un tanto. Las buenas noticias ganan agilidad. Un ejemplo: Supermercado Unicasa, 10 am. Miércoles. Sureste de Caracas. El rumor se propagó en segundos: ¡Llegó la leche! La cola se hizo inmediata y extravagantemente larga. La gente llamaba a sus trabajos anunciando que llegarían tarde. Otros pedían refuerzos, más familiares, más brazos. Multiplicarse era imperativo. La mayoría asumía la resignación de comprar sólo lo permitido: dos potes de leche. Y racionar el consumo hasta que una nueva campanada trajera otra exigua buena noticia. Maldiciones en voz baja. Silencios turbios. “¡Esto es una humillación!”, dijo una señora que rondaba los 70 años. De pronto, llegó un motorizado con su compañero a cuestas. Parecían forasteros arribando a un pueblo ajeno sobre una bestia ruidosa. Entraron con desenfado y, sin más, tomaron una caja entera de leche. Un empleado del supermercado les recordó que eso era imposible. Uno de ellos le manoteó una frase en los tímpanos: “¡Cállate, pajúo! O te quiebro!!” Silencio mortal. Los malandros salieron con su botín a cuestas. Cuando la moto arrancó, quedó en el aire el corrosivo humo de la impunidad.
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En un Central Madeirense cercano al Barrio 5 de Julio de Petare una señora hacía la cola con su estoicismo en punto de quiebre. La cajera le anunció que sólo podía llevar un kilo de leche en polvo. “¡Yo tengo 4 hijos!”, protestó la cliente. “Esa es la orden”, replicó la cajera mientras un hombre le daba un fajo de billetes y sacaba varias cajas de leche que atesoraba la empleada. Algunas mujeres en la cola lo reconocieron. Era un buhonero de la redoma de Petare. Un buhonero que, cuadras más allá, venderá a Bs. 150 el kilo de leche que vale realmente Bs 33. La señora reclamó. No pasó nada más. La impunidad otra vez ganando por goleada.
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Se habla de supermercados donde los dueños prefieren que no llegue la harina precocida por la violencia que generan la rebatiña y la desesperación. Se ha visto a amas de casa insultándose, arañándose, halándose el cabello, convirtiéndose en adversarias instantáneas. Padres madrugando sobre su propia madrugada para apostarse en una cola de ignominia y escasez. Todo tan inédito.
El tsunami es económico. Lo que viene asusta a los especialistas más preclaros. Los ministros del área chapotean su ineficacia, asidos a una ideología que es una balsa de anime al pie de la gigantesca ola que ya no deja ver el sol. Las transnacionales corren en pos de terrenos más altos. Decenas de empresas recogen hasta sus logos y portarretratos. Mientras, el “hombre nuevo” languidece en la estafa de su etiqueta, sin advertir el monumental tamaño de la marejada que se avecina.
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Abunda la gente que dice que somos el mejor país del mundo. También la que dice que esto se jodió. La gente que sentencia que irse es rendirse. La que acusa de tontos románticos a los que se quedan. La que jura que falta poco para que todo reviente. La que concluye que Cuba llegó para quedarse. La que insiste en el tiempo de Dios. La que grita que hay que imitar a Ucrania. La que retuitea, desde su fama caída y la protección de dos escoltas, todo lo que escribe el presidente. La que dice que no habla de política, mientras hace negocios con el poder.
La realidad es un dominó enloquecido.
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Ciertos domingos del año el asfalto caraqueño se llena de corredores. Resulta admirable ver cómo se enfundan una franela alusiva a la carrera, unos zapatos deportivos con un chip que dará cuenta exacta de su esfuerzo, y una disciplina llena de puntualidad y entusiasmo. A las 7 am, mientras otros duermen la fiesta del sábado o el cansancio de la semana, esta colosal tribu de corredores se alista a su faena. El domingo pasado, el objetivo eran 10 kilómetros de sudor y ahínco. Lo viví desde sus entrañas. Con cadencia de peatón apurado. Sin intentar alardes inútiles. Otros andaban en lo mismo. La idea era ganarle una mañana a la pereza, regalarle a los pulmones algo de intemperie sin arriesgar la vida, mientras los corredores pasaban, como una emanación, a nuestro lado.
Nunca he visto una sola carrera de esas que no reciba una masiva asistencia. En la Caracas Rock participan 25 mil corredores. En el Maratón CAF se vuelcan sobre la calzada 10 mil personas. En la Gatorade son 6 mil franelas de un mismo color. Gente de todas las edades. Atletas eternos, mujeres dibujadas a mano, gorditos tambaleando su colesterol, discapacitados heroicos, amigos en grupo, padres empujando el coche de sus hijos. Dos chinos, con su jerga remota, se unen a la ruta. La faena es dura, corren, tropiezan, el corazón les brinca, el pulso se les encabrita. Poseen un líder que es cada uno de ellos mismos. El objetivo final es ser gente más sana. El deporte también es un país.
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En mitad de la carrera: un hombre vestido de derrota. Mezclado entre los atletas, caminaba un indigente con su saco raído, el asfalto metido en la piel, su olor a Guaire. Iba en la misma dirección, pero le llevaba una distancia enorme a la masa: años de caminata. Sólo que su norte era el extravío. El veía la invasión de tendones y piernas con desconcierto. Se sintió extrañado de que tanta gente lo acompañara en su ruta diaria. Nadie le extendió un gesto. Era lógico. Era un detalle menor del paisaje.
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Ya a un kilómetro de la meta se escuchaba la respiración exánime de los atletas, sus bufidos, como de caballos reventados. Ninguno perdía el fuelle, animados por la proximidad del fin. Todo el que cruzaba la línea final alzaba la mano, triunfal. Una muchacha, excediendo su resistencia, rebasó la meta y vomitó, pero no dejaba de sonreír. Había los que llegaban y se devolvían a buscar a su pareja, exhortándolas a no claudicar.
Yo iba allí, extranjero a esos afanes, preguntándome por qué no somos así de tenaces para recuperar la salud del país. Me preguntaba cuántos de los que allí dan largas zancadas para romper su propio record están luego acorralados en su casa por la inseguridad, hartos del agobio económico, crispados por una nación que se desmorona. No es ilusorio suponer que muchos sufren el país al unísono. Pero ¿por qué hay más gente en estos eventos que en las convocatorias que reclaman seguridad, comida, hospitales dignos y estudiantes libres?
Tres días después, la calle me daría su respuesta.
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La gente que dice que Maduro traicionó a Chávez. Que Capriles traicionó a sus seguidores. Que Leopoldo traicionó a Capriles. La que quiere protestar. La que desea paz. La que aspira guerra. La gente que se forró en billete al ritmo de “Patria querida”. La gente acomodaticia y pusilánime. La gente atormentada y corajuda. La gente despidiéndose. La gente que dice rabia, ansiedad, diáspora. Dice mordaza, sumisión, dictadura.
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¿Qué hace que hoy nos arrope el desánimo? ¿Eso que llaman la desesperanza aprendida? ¿El miedo? ¿Cómo nos volvemos a hacer adictos a la democracia? ¿De verdad necesitamos un líder? ¿Para qué? ¿Para descoserlo cada vez que no coincidamos con él? Por otro lado rueda una consigna: “La Salida”. Para muchos, una frase con olor a pólvora. Para otros, el antídoto. En la carrera del domingo no cabían más atletas bajo el letrero de “Salida”, básicamente porque todos tenían claro el destino de esa ruta. Mientras, las colas en busca de alimento se multiplican como epidemia. Parecernos a Cuba no es una proeza, es una derrota.
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Miércoles, 12 de febrero, Día de la Juventud. He allí el asfalto lleno con el reclamo de los estudiantes y una gruesa presencia de la sociedad civil. Se habla de 50 mil personas sólo en las calles de Caracas y el mismo hartazgo replicándose en distintas ciudades del país. La jornada fue impecable. Las calles parecían hablar rotundamente. Pero justo al final, la violencia lanzó sus dados desde flancos inaceptables. Los colectivos armados surgieron a ejercer su rol más conocido: la agresión, el acoso. El caos hizo su entrada triunfal. La confusión se llenó de infiltrados y balas silbando la muerte. Lo sabemos, un solo borracho es capaz de arruinar la mejor fiesta. En la calzada, comenzaron los caídos. La alegría por una jornada redonda se convirtió en rictus de espanto.
En la noche, el saldo era demasiado sombrío. Tres muertos, decenas de heridos y una cifra que rondaba el centenar de detenidos. Los medios de comunicación en el triste ejercicio de enmudecer. El canal de TV colombiano NTN24 fue sacado de las cableras de un manotazo. Las redes sociales eran las únicas ventanas hacia la realidad. Mientras escribo esto, las noticias sobrepasan la velocidad de mis manos en el teclado. La represión es ahora quien marcha en las calles. Las cacerolas retumban. El presidente dice que “un chavista jamás agrede”. Y uno se siente agredido por tan descomunal invención. Grita paz con tanta violencia que la calma semántica de la palabra se hace añicos. Grita cárcel para un diplomático y un ex militar. Se habla de orden de captura para Leopoldo López. El gobierno lamenta sin cesar la muerte del líder de un colectivo. Apenas alguno nombra de soslayo a los estudiantes asesinados. Son muertes que no importan.
Fue una noche de larga crispación. El país marchó y se encontró con la boca negra del terror. Quizás la paz sea como ese indigente que caminaba extraviado entre la multitud de corredores del domingo pasado. Anda igual, con el traje raído y tambaleándose. Solo con el concierto de todo el país evitaremos que sea otro cuerpo caído en la calzada. La paz es la única consigna posible. Pero no basta con pronunciarla. Hay que construirla.
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El país está enfermo. Toca recuperar su salud. No sé cuantos kilómetros exige este objetivo. Quizás estamos ante un maratón, plagado de obstáculos, emboscadas y vientos adversos. Pero el cronómetro está activado. Nos toca descubrir si tenemos temple y persistencia. Si nos merecemos la palabra libertad. Perder la cordura sería un error. Transformarnos en violencia, un desatino. Nos toca aprender el idioma de una nueva circunstancia. Nos toca –irremediablemente unidos- sudar el asfalto que nos saque de este accidente histórico y nos lleve de nuevo a ese paisaje llamado democracia.
Esa indigente dificil de alcanzar dificil de construir y dificil de hacerla entender. Somos una sociedad extraña excesivamente individualista donde siempre nos planteamos me tienen que ayudar pero sin condiciones y no me pueden obligar a respetar las normas constitucionales. Somos capaces de aceptar la corrupción si agarramos de ella y compartimos con el vecino los malos servicios la inseguridad el desabastecimiento la suciedad de la calle, pero el culpable esta en otro lado, no en mi direeccion de habitación
La paz es el camino y es el camino que puedo elegir. Si no tengo paz, estoy desasistido totalmente. Hago una propuesta: irradiemos paz en nuestro mundo, el mundo que nos rodea, mis amigos, compañeros de trabajo, el taxista, la señora de la cola en el supermercado, la manicurista, el muchacho que vende periódico… Casi sin darnos cuenta, somos parte de lo mismo que criticamos y estamos midiendo fuerza y poder, cuando realmente, lo estamos perdiendo, porque estamos perdiendo nuestra paz.En ingeniería se conoce como el principio de la ingeniería concurrente, en agronomía puede ser ecosistema, en cine puedo verlo en Avatar. Formemos una red con la sinergia suficiente como para aceptar nuestras diferencias y acordar beneficios porvenir en común-unidad.
Veamos desde arriba y arrimemos nos al sabor de la convivencia armoniosa