Por: Elías Pino Iturrieta
Ya sabemos cuál es la actitud del régimen: no está dispuesto a ningún tipo de cambios, aun cuando las circunstancias más estrechas anuncien la posibilidad de la asfixia. El domingo pasado tratamos de aproximarnos al tema mediante una descripción del discurso del presidente Maduro, entendido como muestra de una conducta dominante en la cual no caben las variaciones, mucho menos la idea de la finitud. El discurso es apenas un testimonio de una vocación de permanencia que jamás se habían planteado entre nosotros los detentadores del poder hasta las postrimerías del siglo XX, y cuyo propósito es el control de la sociedad sin consideración de los lapsos previstos por la ley para la renovación de los poderes públicos. No parece que se esté develando ahora un intrincado enigma, debido a que seguramente les han sobrado a los venezolanos las evidencias sobre ese afán de quedarse con el coroto hasta la consumación de los siglos, como se proclama en las oraciones para fines de naturaleza religiosa, pero el planteamiento de hoy trata de aproximarse a las dificultades de la oposición para el enfrentamiento de un adversario que no concibe su desplazamiento bajo ningún respecto.
Hasta el gomecismo, una tiranía para la cual no importaba el calendario y contaba con el respaldo de una economía sin aprietos y con el miedo metido en el pellejo de los hombres de la época, sabía que tendría que hacer de la necesidad virtud cuando faltara el “César Democrático”, cuando el loquero pasara a mejor vida, para ensayar caminos inéditos que pudieran conducirlo a variaciones inimaginables e incluso a la desaparición. En el chavismo no funciona esa operación propia de los asuntos públicos condenados a la transformación por la pérdida del favor popular o, como en el caso del ejemplo, porque la encarnación de la autoridad da con sus huesos en el cementerio. Languidecen las ideas del principio, y el plan marcha raudo hacia el futuro; la casa roja muestra señales de ruina, y se le pasan pañetas de retoque para que se vea como nueva; muere Chávez, y el cadáver continúa en el reino de este mundo como si cual cosa, determinando el rumbo de la vida; sobreviene una cadena de fracasos y chascos, y como si no sucedieran. Tal es el propósito de un “Plan de la Patria”, esto es, de un designio sacrosanto frente al cual deben rendirse inexorablemente las fuerzas de la sociedad.
¿Cómo debe actuar la oposición frente a un adversario que solo tiene el propósito del continuismo sin día de finiquito, ante un régimen que no va a permitir que se mueva una sola hoja en su ramazón porque no le da la real gana y porque, juran sus portavoces, debe cumplir una misión histórica? No hay respuesta sencilla ni única, mucho menos propuestas capaces de moderar las inquietudes de los factores más radicales de la colectividad hartos de la “revolución”. Desde la MUD se puede tratar al chavismo como a una organización como las del pasado, dispuesta a aceptar las reglas de la alternabilidad y, en último caso, la salida del poder. No ha dejado de hacerlo así, de mantener una ficción que legitime sus empeños de cuño democrático y alimente los anhelos de una población cada vez más insatisfecha con sus gobernantes, pero con un martillo tan blando apenas se le sacan dos chispas a una roca. Puede decirles a sus seguidores que se deben buscar instrumentos de acero para llegar hasta la montaña y escalar hasta la cima después de sacrificios inenarrables, pero sería lo más parecido al anuncio de una conflagración en la cual nadie se apuntaría con comodidad después de haber pasado por una ristra de penurias. Puede llamar a una transición sin el parecer de los supuestos transicionistas, que sería como tocar en el desierto esperando aplausos de un público que solo existe de veras en la fantasía de los proponentes. Y así sucesivamente.
Supongo que los lectores entenderán que el texto que ya termina no se escribió para atacar a la oposición, sino solo para tratar de comprenderla. Para que nos metamos en el suplicio de sus zapatos antes de declarar una guerra civil o, mucho peor, antes de una rendición incondicional. Pero todo depende del conocimiento cabal de las peculiaridades del adversario, tal como es y no como trata él de parecer.
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