Por: Alberto Barrera Tyszka
Todavía no he podido olvidar a Marvinia Jiménez. Ni la marea diaria de noticias, ni los rumores hirviendo en el Twitter; ni siquiera el espanto de otros brutales casos de violencia oficial han logrado mover o tapar sus imágenes. Marvinia viste de negro y se defiende, en medio de un coro de uniformados. Una guardia la jala, la somete, la lanza al suelo. Se sienta sobre ella y la golpea. Los otros soldados miran como si no miraran. La guardia se quita el casco y lo usa como arma sobre el rostro de Marvinia. Varias veces. Los otros soldados siguen mirando. Como si no ocurriera nada.
Marvinia Jiménez no estaba manifestando. Solo estaba viendo. Grabando con su celular. El Estado la atrapó, la golpeó salvajemente, la secuestró y, después, encima, le imputó 5 delitos. Le prohibieron protestar y la sometieron a un régimen de presentación cada 45 días. Ella es una alegoría trágica de lo que ocurre en Venezuela. No estaba conspirando pero ya fue castigada y enjuiciada. Ya también tiene conculcados sus derechos políticos. Solo pasaba por ahí. Ese fue su delito. Ser testigo es un crimen.
Frente a todo esto, sin embargo, la Defensoría del Pueblo jamás se escandalizó, jamás alzó la voz de manera particular. He buscado alguna declaración de Gabriela Ramírez sobre este caso y no he encontrado nada. La violencia de estos meses también ha dejado en cruda evidencia la absoluta parcialidad del llamado Poder Moral. Su falta de independencia ya no necesita debates. Los intentos que realizan por tratar de reponer una imagen más o menos equilibrada son ahora muecas patéticas. Es fácil juzgar y pontificar sobre la represión del pasado. Es difícil justificar y legitimar la represión del presente. En estos días hemos asistido al suicidio moral del Poder Moral.
Nunca está de más repetir la anotación de Elías Canetti: “La historia le pone los cuernos a los poderosos”. Los gobiernos chavistas que se han empeñado en juzgar los infames sucesos de Cantaura (1982), Yumare (1986), El Amparo (1988) o el Caracazo (1989), a la vuelta de los años han terminado empantanados, chapoteando en el mismo asco, ejerciendo la represión, el abuso, la tortura, invocando incluso argumentos similares a los que invocó el oficialismo de aquel entonces. También antes nos hablaron de conspiraciones, de grupos armados, de terrorismo, de la sagrada defensa de la patria.
Pero, según ellos, ahora todo es distinto. ¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia? En febrero de 1938, León Trotski escribió un breve texto que puede iluminar esas preguntas. “Su moral y la nuestra”, se llama. ¿Qué es lo que está éticamente permitido?, se pregunta Trotski. Y se responde: “Todo lo que conduce a la liberación de la humanidad”. Son moralmente válidos los medios que “acrecen la cohesión revolucionaria del proletariado, inflaman su alma con un odio implacable por la opresión, le enseñan a despreciar la moral oficial y a sus súbditos demócratas, le impregnan con la conciencia de su misión histórica, aumentan su bravura y su abnegación en la lucha”. La diferencia no está en las balas, no está en las heridas, no está en los muertos. La diferencia es una opinión personal: ellos son los buenos.
Por eso, esta semana, el oficialismo impidió que en la Asamblea Nacional se realizara un debate sobre la tortura aplicada por las fuerzas de seguridad a los detenidos. Por eso, esta misma semana, la Asamblea Nacional designó una comisión para investigar una denuncia de una ciudadana, afecta al gobierno, acosada por sus vecinos en Cabudare. La justicia no es ciega sino daltónica: lo ve todo rojo.
La fiscal nos dice que “vivimos en un nuevo Estado; uno en el que se respetan y se les da preeminencia a los derechos humanos”. No importa lo que pase. No importa lo que denuncien los medios de comunicación. Todo es mentira. La única verdad es que hay un nuevo Estado. Ellos son distintos. Ellos son buenos. Quieren repetirlo una y mil veces. Para crear una maraña de palabras. Para no ver la calle. Para no recordar que Marvinia Jiménez todavía existe.