Publicado en: El Universal
Un feligrés preguntó a San Agustín de qué se ocupaba el Todopoderoso antes de crear el mundo, y contrariado, respondió que seguramente construía el infierno para quienes preguntaban estupideces, aunque la pregunta no lo es necesariamente. Siempre queremos conocer los comienzos, cómo nacen las cosas y ésta es una de las pasiones del conocimiento, porque la evolución de algo revela sus secretos. Las religiones ni la ciencia pueden contestar satisfactoriamente la interrogante del feligrés.
No hay respuesta racional comprensible. Un comienzo del ser es inimaginable, porque la mente no puede concebir la nada que estaría antes de tal comienzo. Siempre algo había allí, el universo no pudo estar nunca vacío. Es mejor entonces, como hace el Génesis, ocuparse de la creación de la naturaleza y del hombre, pero complica las cosas que el mismo texto registra dos orígenes distintos.
Uno en el que Dios crea macho y hembra al mismo tiempo, y otro que seguramente el feminismo mandará a suprimir, en el que Eva es inicialmente una chuleta de su futuro marido, ribs para saciar su apetito. También tendrá que expurgarse por machista la parte en la que es ella precisamente quien entra en relación con la serpiente que la induce a la fatalidad. La convence de que si comían del árbol del conocimiento del bien y el mal “seréis como dioses”, y la mujer arrastra a su marido.
Pero una feminista sensata más bien lo vería como el enorme influjo que ejercen las mujeres sobre los varones. Aunque posteriormente se dice que la serpiente es el Demonio, no puede ser cierto porque entonces él aun no existía y se trataba de un reptil sin más. La insurrección celestial, ocurre porque los Ángeles sienten celos de los hombres y se levantan contra su Creador. Pero luego de ella los caídos desaparecen hasta el poema de John Milton muchos siglos después.
Un pobre diablo
En el Antiguo Testamento la primera aparición de una especie de demonio es un intrigante mandadero de Dios, que le soplaba cosas al oído, un correvedile servil que usa para mortificar inexplicablemente a Job. Nunca un Príncipe del Mal, como el que desafía a Jesús en el desierto. Una potencia tal que puede tentar con rumbosas bacanales, mujeres exuberantes, al Dios penitente que pasaba hambre, sed y frío en el desierto.
Adán y Eva, criaturas inmortales sentenciadas a perder esa condición, y cargan otras maldiciones: el trabajo, la reproducción y la muerte, “ganarás el pan…”, “parirás con dolor”, “polvo eres y en polvo te convertirás”. Pese a la fuerza poética desbordada e inigualable del Antiguo Testamento, no se queda atrás Quevedo, cuando describe en su inmortal endecasílabo un amor cuya fuerza trasciende las dificultades e incluso la muerte:
“Venas que humor a tanto fuego han dado/ médulas que han gloriosamente ardido/ su cuerpo dejará, no su cuidado/ serán ceniza, más tendrá sentido/ polvo serán más polvo enamorado”. Neruda compite sobre el mismo tema con evidente influencia del maestro: “por sentirte en mis venas como Dios en los ríos/ y adorarte en los tristes huesos de polvo y cal… amarte, amarte como nadie supo jamás/ morir y todavía amarte más/ y más y más”.
En otra ocasión, también influido por Quevedo, evoca el acto amoroso “machacando pedazos de médula y ternura”. El primer pecado es una subversión del orden universal y con la segunda gran falta, el asesinato de Abel por envidia del hermano, Yhavée decide la destrucción de su criatura con el diluvio. La Ira Divina vuelve a estallar porque los vecinos de Sodoma intentan violar a unos Ángeles enviados a negociar con Lot, quien se oponía a la destrucción de la ciudad.
Inocencia perdida
Pero la causa de Adán y Eva era perfectamente defendible por un abogado mediano, ni siquiera brillante. Fueron expulsados por la pérdida de la inocencia que reinaba en el Paraíso, al tomar conciencia del mal. Podían comer de todos los árboles, menos de uno, el de la fruta prohibida, pero al advertirles, al solo poder distinguir ese de los otros, ya estaban enterados de que el mal existía y habían dejado de ser inocentes.
Es una norma que contiene en si misma el estímulo de su transgresión. “No veas hacia acá”, gritaban unas muchachas que se bañaban desnudas en un río a un joven que pasaba y ni siquiera se había dado cuenta de que estaban ahí. En otro sentido, Dios le da al hombre la opción de la libertad, de cumplir la disposición o no hacerlo. Hegel cuestiona de raíz la narración del Génesis y al propio Edén al que considera “un corral para animales” en el que priva la obediencia vacuna, la ignorancia y una vida inútil.
Y la transgresión, el comienzo de la humanidad en marcha por una cadena de triunfos. Nace el conocimiento “que cierra la herida que el mismo abre” pero que también, diríamos hoy, abre la herida que el mismo cierra. Esa que no cicatriza, que sistemáticamente se lastima, en su cura imposible creó la civilización. El hombre aprende la importancia del riesgo y el balance necesario entre éste, la seguridad, la libertad y la felicidad.
El Edén le dispensaba la seguridad plena, la tranquilidad, no tenía que pensar ni resolver y podía andar todo el día entre los demás animales sin sobresaltos. Tiempo después, al ver la prosperidad que había alcanzado, Dios comentó “Adán se ha hecho como uno de nosotros”. La serpiente no mintió ¡Feliz Navidad!
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