A los personajes de Canaima, la novela de Rómulo Gallegos, los devoró la selva. A los líderes del populismo histriónico suramericano, conformado en la transición del siglo XX al XXI, la vanidad.
A los primeros, condensados en el personaje del aventurero Marcos Vargas, la codicia los hizo perderse en pos de la riqueza fácil, el oro y el caucho. A los segundos, hechos a imagen y semejanza de Hugo Chávez, la tentación de alargar en el tiempo el goce inmenso de un poder sin límites y el culto mediático a sus personalidades.
Los proyectos, ahora, vienen en picada. Lo que algunos scholars llamaron la “ola rosada”, el socialismo light suramericano, va dando pruebas de agotamiento. Uno a uno, como piezas de dominó cayendo en fila, sufren contundentes derrotas electorales que amenazan la continuidad en el poder. Un entusiasmo regional se tambalea.
Primero fue el krichnerismo, en Argentina. Eso que algunos han denominado el “peronismo salvaje”, apaleado por Macri en las elecciones presidenciales. Luego, el socialismo del siglo XXI en Venezuela. Esta versión saudita del comunismo cubano, vapuleado por la Unidad Democrática en las legislativas. Y recién, esta semana que hoy concluye, el turno le ha tocado en Bolivia al evismo, rechazado por los electores negados a firmarle la franquicia de la reelección.
Mientras tanto, a los ojos de todos, sin marines ni bombardeos de por medio, con la venia de los sátrapas del Partido Comunista Cubano que aguardan impacientes los hotdogs por llegar, el “Imperio del Mal” comandado por un afrodescendiente con sensibilidad por los desposeídos, prepara el desembarco de retorno americano a una isla que se jactó por décadas de ser el único territorio libre de América.
Pero no es el populismo a secas el que hace aguas. En genérico, el populismo ha sido un componente fundamental de la política latinoamericana compartido por igual por gobiernos de izquierda y de centro. Tanto, que algunos teóricos como Ernesto Laclau lo han considerado un mecanismo necesario de redistribución del poder en sociedades con grandes desigualdades internas.
Lo que entró en crisis ha sido el populismo “histriónico”, un proyecto redentorista de los pobres sustentado en la emergencia de líderes que, amparados en su carisma personal, sirvieron de portaviones a movimientos políticos aluvionales, de vagas ideologías, articulados en torno a su capacidad “entretenedora” para dar respuesta a modelos políticos anteriores, agotados y sometidos a un fuerte cuestionamiento moral.
Los liderazgos de esta etapa, que encuentra su arquetipo en el de Chávez, y su expresión más fresca en Evo Morales, es el de grandes encantadores que a la manera de los comediantes o de los juglares, hicieron conexión afectiva con las masas de excluidos pero en el esfuerzo quedaron obligados a mantener entretenida, tal vez sea mejor decir hipnotizada, a una audiencia que al principio no quería realidades, le bastaban promesas. No esperaban inclusión real, estaban a gusto con el reconocimiento simbólico. No ansiaban justicia, querían venganza.
Igual todo cambió. Cambiaron los líderes que perdieron la frescura inicial y se fueron tornando pesados, poderosos e irremplazables para sus proyectos políticos. Lo dijo Castro: “Chávez tiene que cuidarse porque sin él no hay revolución”. Y la semana pasada, con pasión de melodrama, lo repitió el vicepresidente boliviano González Linera alertando lo que ocurriría si Evo no está: “Habrá llanto y el Sol se va a esconder, laLuna se va a escapar y todo va a ser tristeza para nosotros”.
Como en La Metamorfosis, los líderes sufrieron una transformación costosa. Chávez quería gobernar hasta el 2030. Evo hasta el 2019. Para trascender a la muerte Néstor Kirchner se cuidó de edificar un mausoleo, que ni Evita, para que conservara su memoria. Ni Bolívar tiene un lugar de cultomonoteísta como el dedicado a Chávez.
Grandes histriones. Lo contó Kafka: Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.