A César Miguel Rondón
Fue T. W. Adorno quien, en nuestro tiempo, formuló de un modo magistral la relación dialéctica del sujeto y del objeto, a pesar de las quejas de los instrumentalistas del conocimiento, siempre ávidos de medios e instrumentos puramente esquemáticos –de esas meras formas que suelen denominarse “modelos”–, que terminan por colocarle una auténtica camisa de fuerza a la realidad objetiva. Son, por cierto, estos “especialistas”, estos “espistemólogos” o “coacher” de la “metodología” –da lo mismo–, quienes, a juicio de Adorno, terminan haciéndole creer a los incautos –incluyéndolos– que las formas vaciadas de todo contenido –sean estas simples métodos o representaciones– son nada menos que “lo verdadero mismo”, con absoluta independencia de la “realidad efectiva de la cosa”. La verdad es que, más allá de semejantes manifestaciones del “marketing” cognoscitivo, nada puede ser pensado con seriedad y rigor si no es pensado en el movimiento de su temporalidad. Las muletas que Kant le atribuía al prejuicio y a la fe, son el soporte que mantiene a flote la mediocridad sobre este ancho océano de “conocimientos” que posee una pulgada de profundidad. A los necios –dice Adorno– pertenece este irrefrenable gusto por “hundirse-en-lo-más-pequeño”.
Existe una lógica de la realidad efectiva, de la Wiklichkeit, que no depende, precisamente, de las formas vaciadas de contenido, más allá del orden reflexivo y fijado –puesto– en los conceptos convencionales –pre-figurados– que aparenta ser el orden hacia el que debe ir el conocimiento mismo. Pertenece a Spinoza la expresión: “El orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas”. Las ideas tienen, de hecho, un orden, y ese orden tiene necesariamente que identificarse con el orden de las cosas, es decir, con el orden objetivo de las cosas, para ser más precisos. Una cosa es el materialismo y otra, muy distinta, es el realismo crítico e histórico. Superar las formas vaciadas de contenido, tanto como elevarse por encima del insensato empirismo, implica penetrar conscientemente el objeto de estudio del cual se quiere dar cuenta, hasta que el pensar conquista su correspondencia –su reconocimiento– con “la cosa misma”, en lugar de corresponderse con un orden preconcebido, meramente formal y previsible, esto es: extraño al objeto que se desea conocer. A los efectos del saber, carece de todo sentido el pretender dar cuanta de lo que se quiere conocer antes de llegar a conocerlo.
Vendaval es el nombre que recibe el ágil viento que sopla desde el sur con tendencia al –en este caso– nord-oeste, y que porta, con él, una lluvia que va plenando todo de un frescor primaveral. Pero, ciertamente, también el vendaval tiene su logos. Desde el sur soplan, en efecto, vientos de vigor y hermosura. Un continente que ha soportado durante un largo período de su historia contemporánea lasequía y el sopor intensos, como consecuencia de políticas marcadas por el autoritarismo, la barbarie, la improductividad y la corrupción a todo nivel, permanentemente barnizados por eso que Althusser llamaba los “aparatos ideológicos del Estado”, toca fin. Por más que se pretenda ocultar tras las formas abstractas el contenido, por más mordazas que se le impongan a la realidad, más allá de las amenazas y los chantajes, el viento del sur ha comenzado a soplar. El vendaval tiene, pues, su lógica inmanente y, tarde o temprano, termina por imponerse.
Hace pocos días, en una de las redes sociales, un partidario del régimen venezolano, quizá un poco decepcionado ante las desventuras que padece el grueso de la población, se preguntaba por el dónde estuvo la falla que ha conducido al régimen a esta situación de inminente derrota electoral, o, en una expresión, “¿en qué falló la revolución?”. La pregunta en cuestión, tal vez, deba ser formulada de otro modo. Y es que la incorporación del término “revolución” no cabe, ni en la pregunta ni en la respuesta. De nuevo, se presupone, se da por sentado, que el “esto” es, efectivamente, una revolución. Y no lo es. “La conciencia –dice Hegel– sabe lo que no dice y dice lo que no sabe”. Se le quiso imponer a la sociedad venezolana un esquema pre-figurado que no le va, que no le cuadra. Se intentaron imponer esquemas que le resultan ajenos, extraños, a –una vez más– la cosa misma. Cuando las formas son incompatibles con los contenidos se genera, de un lado, una ficción; del otro, un morbo, una auténtica malformación.
No es que no se hayan producido revoluciones en la historia, o que las revoluciones terminen siendo contraproducentes al desarrollo de las sociedades, ya que estas terminan desviando el decurso de las naciones, como algunos sociólogos o politólogos insisten en señalar –posición respetable, sin duda, aunque imprecisa, a consecuencia del estado de ebriedad al cual el “cientificismo” positivista los ha conducido–. Sería una simple necedad el hecho de no reconocer que la Revolución industrial trajo consigo un impulso enorme en todos los ámbitos económicos y sociales y que, después de ella, el mundo ya no sería el mismo. Sería menos que temerario afirmar que la Revolución francesa, a partir de la cual surge el Estado-nación, la concepción republicana, la división de los poderes públicos, el reconocimiento de la sociedad civil, etc., fue una crasa equivocación. Y hasta las mismas revoluciones orientales, hijas del despotismo, como la rusa o la china, hicieron posible el milagro de transformar pueblos con un enorme retardo social en auténticas potencias mundiales. Hay revoluciones violentas, pero también las hay pacíficas. En todo caso, no se puede confundir una revolución con una montonera militarista. Quizá la auténtica revolución se produzca, más bien, con una avalancha de votos opositores a un régimen exhausto.
¿Dónde estuvo, pues, “el error”? Sin duda, en la promoción de un Estado malandro; en haber hecho realidad un “modelo” más cercano al instinto de Boves que a los ideales de Bolívar; un Estado no para los ciudadanos sino para la promoción del lumpanato y, con él, de la progresiva pérdida de la riqueza material y espiritual que, por cierto, toda revolución se propone llevar adelante. Hay, en consecuencia, una nueva figura de la conciencia que ha surgido de esta aciaga experiencia. Hay una lógica en todo este movimiento de la objetividad. Es la lógica del vendaval. ¡Cuántos despropósitos no se han dicho y hecho en nombre de Cristo, Bolívar y Marx!