Armando Cabrera jugaba dominó un sábado a las 7 pm en un club cuando un amigo lo llamó para decirle que lo habían matado. El se lo tomó a guasa: “No me manden flores, mándenme dólares” No le dio relevancia. Total, este país se especializa en falsos rumores. Al día siguiente, otro amigo lo llamó para hacerle una fe de erratas crucial: “Armando, la noticia no es que te mataron, sino que tú mataste a alguien”. En ese instante, se enteró que para buena parte del país ya calificaba como homicida. El asombro lo cubrió de pies a cabeza. Buscó a alguien que le creara una cuenta en las redes: “No uso Twitter, no uso Internet, soy un dinosaurio en ese sentido”. Pero necesitaba responderle al periodista que lanzó la noticia.
“Presunto actor mata a un transexual”, fue el titular que comenzó a replicarse en distintos portales web. El adjetivo parecía un chiste. La presunción recaía sobre su oficio, no sobre el delito. “A lo mejor ese periodista me fue a ver en alguna obra, no le gusté como actor y dijo: ¡a este coño de madre hay que meterlo preso!”, bromea Armando mientras reconstruimos su inesperado calvario.
Lo grave fue la inescrupulosa reproducción de una noticia sin asidero ni investigación previa. En el portal Sin Etiquetas el periodista Gustavo Henao escribió: “El hecho ocurrió el pasado sábado 14 de mayo en horas de la madrugada en la calle Tamanaco con avenida Pichincha de El Rosal. El agresor fue Armando Cabrera, un actor venezolano que después de haber solicitado sus servicios sexuales, le disparó tres veces por la espalda dentro de su vehículo color gris. Luego la arrojó y huyó”. Otro portal tituló: “Asesinato de transexual cometido por actor Armando Cabrera podría ser pasional”. Así. Sin un milímetro de pudor, sin la cautela que dicta la ley mientras no se ha comprobado un delito, la prensa lo sentenció. Algunos le endosaron una inexistente declaración donde argumentaba que lo había matado en defensa propia.
Era un hecho. Estábamos ante un homicida.
El estupor recorrió a todo el gremio actoral. ¿Armando Cabrera un asesino? Nadie podía creerlo. Pero, ¿podrían estar equivocados tantos portales de noticia y periodistas de sucesos?
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Armando Cabrera es un lobo solitario. En el ámbito teatral es conocida su afición a los excesos y su frecuente incursión en los submundos del sexo callejero. “Como nadie me malcrió, yo me hice malcriado”, me comenta, con sorna. Aunque ha hecho gala de cierto talante autodestructivo, nadie que lo conoce lo imagina capaz de hacerle daño a ningún otro ser humano que no sea él mismo.
Al día siguiente, Armando Cabrera respondió a la citación del CICPC. Su intención era descifrar el equívoco. Pero terminó encerrado en un calabozo por la presunta comisión del delito de homicidio calificado.
Comenzaba su temporada en el infierno.
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Los 47 días exactos que Armando Cabrera pasó en los calabozos de El Llanito son imborrables. Él, un gigante de casi 1,90 mts de estatura, tuvo que convivir en un espacio de 1 x 5 mts con otros detenidos en un flujo que descendía a cuatro y ascendía a once personas en sus días pico. Los primeros días no lograba dormir ni comer. “¿Dios mío, qué hago yo aquí?”, se preguntaba mientras se espantaba el llanto e intentaba dormir en el suelo, ovillado sobre su propia dimensión. “Me bañé apenas cinco veces en más de un mes de reclusión. El baño era una cosa espantosa”, relata. Tanto, que prefería descargar sus intestinos en potes de comida china. En la celda terminaron acumulando 17 botellas plásticas de jugo llenas de orín, pues comenzaron a demoler el baño: “Tardaron más en matar las 200 millones de cucarachas que en tumbar el baño”.
Se suele decir que las amistades se prueban en la cárcel y en el hospital. Así lo comprobó. Su sobrina de 26 años, su único familiar en Caracas, sufría tanto al verlo allí que los efectivos debían consolarla. Basilio Álvarez, un actor y director de teatro con el que ha trabajado largamente, se convirtió, según sus palabras, en su ángel personal. No dejó de visitarlo ni de llevarle insumos para la supervivencia. Armando, que confiesa no ser amante de la lectura, le imploró: “Tráeme libros”. Basilio seleccionó ciertos libros y dejó que otros libros lo eligieran a él. Así, entraron a esa minúscula celda autores como Dostoievski, Vargas Llosa, Javier Cercas, Alejandro Dumas o Carlos Ruiz Zafón. El pésimo lector, en 47 días, se tragó 16 libros. Vaya manera de descubrir el prodigio de la lectura. También leyó innumerables cartas de aliento que Basilio se encargó de pedirles a sus amigos. No eran cartas, eran bombonas de oxígeno.
Un día ocurrió una buena noticia. Uno de los detenidos recibió un pequeño televisor. Armando lamentó que el dueño del aparato solo sintonizara TVES, aunque todos convenían en, llegada la hora, cambiar de canal para ver la novela Viva La Pepa y esa antídoto a la tristeza que es El Chavo.
Mientras tanto, Armando Cabrera seguía siendo un sórdido asesino para el resto del país.
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Lo que llevó a la policía a detener a Armando Cabrera fue el testimonio de “La Guara”, una mujer de la calle que aseguró ver cuando montó a “Piolín” en una camioneta gris y 100 metros más adelante la lanzó a la calle, mortalmente herida. Según su relato la víctima, antes de morir, mencionó el nombre del homicida. Como en las películas.
No se le pudo hacer el examen de parafina pues habían transcurrido más de 72 horas desde el suceso. Pero los datos de la acusación no coincidían con su realidad. Armando Cabrera no tiene camioneta, sino un Camry del 96. (“¿Será entonces que tengo otro carro oculto con el que salgo a matar transexuales en la noche?”, replicó con acritud). Nunca en su vida ha poseído un arma. Y si así fuera, no hubiera podido accionarla pues la movilidad de la mano derecha no le da ni para prender un yesquero. A finales de febrero lo atracaron y le fracturaron salvajemente el brazo. El daño aún persiste. Su traumatólogo corroboró el episodio. Más aún, a la hora del crimen dormía en su casa. Una prueba de telefonía celular comprobó el dato. El celular, la mano, el carro: salvoconductos.
En conclusión, mientras alguien asesinaba a un transexual en el Rosal, él roncaba sin saber que tres días después estaría preso por ese crimen.
Finalmente, la justicia decidió liberarlo. No hay una sola prueba para declararlo culpable. Armando Cabrera ha vuelto a la vida, con 11 kilos menos y el aliento de la redención encima: “El que salió de ese calabozo es mejor que el que entró”. Dios no deja de asomarse en sus palabras. En la cárcel descubrió algo decisivo: su esquema de prioridades estaba equivocado.
El misterio: ¿Por qué alguien insiste en culparlo!? ¿Qué busca? ¿Encubrir al verdadero homicida? ¿Por qué surge su nombre? Sin duda, era un cliente habitual, un sospechoso en potencia. ¿Es, simplemente, un chivo expiatorio?
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Conversando sobre este punto de quiebre en su vida, Armando invoca un proverbio cherokee. Aquel donde el abuelo le habla al nieto sobre la batalla que ocurre entre dos lobos que hay en el interior de todos. Uno: el lobo de la ira, la envidia, el resentimiento y el ego. El otro: el de la bondad, la serenidad y la compasión. Cuando el nieto pregunta cuál suele ganar la batalla, el abuelo responde “el que tú alimentes mejor”.
Y entonces, con entusiasmo, me cuenta que leyendo “Historia del Rey Transparente” de Rosa Montero descubrió el verdadero significado de la palabra compasión.(“Ahora, Leola, te regalo la mejor de las palabras, la única por la que no se mata, ni se aprisiona, no se humilla, ni se calla, no se juzga, y esta es la compasión, porque la compasión te hace meterte en la piel del otro, ser como él es, sentir como él siente”).
Armando ahora habla de libros.
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El sábado pasado Armando Cabrera fue a visitar a sus ex compañeros de prisión. Les cocinó una fabada, les compró cachitos y se los llevó. La convivencia generó un vínculo.
Hoy está en libertad condicional bajo régimen de presentación y tiene prohibido circular fuera de Caracas sin pedir consentimiento. Es la burocracia de la ley. Una posdata del castigo que debe pagar por un crimen que no cometió. Toneladas de lodo cayeron sobre su nombre gracias a una prensa que se engolosinó con el morbo de una noticia jugosa para ganar un click en sus respectivos portales. Una noticia jugosa, pero falsa.
Uno de sus abogados me confesó que “esas publicaciones amarillistas, de una u otra forma, causaron la detención preventiva de Armando Cabrera. Una fiscal y el tribunal de guardia, al ver todas esas publicaciones, se abstuvieron de darle la libertad que le correspondía; no tomando en cuenta que se presentó de forma voluntaria, demostrando que no había peligro alguno de fuga, principio fundamental para poder restringir su libertad, cuando no hay suficientes elementos probatorios”.
Michel Hausmann, quien lo ha dirigido ya en seis montajes, colgó en el muro de su Facebook una interpelación medular: “Espero que esta experiencia sirva para la reflexión (…) Para pensárselo dos veces antes de redactar un titular escandaloso. Nosotros, en el teatro, lo único que tenemos es nuestra credibilidad ante el público. El público cree las historias que contamos, los personajes que creamos, la obra que escribimos, el drama que representamos, la risa que ofrecemos. Ustedes, señores periodistas, son juzgados con la misma vara: sus lectores, como nuestros espectadores, deben creerles. Sin embargo, debo admitir que nuestro trabajo es menos riesgoso que el de ustedes: cuando nuestro trabajo en el teatro es mediocre, simplemente perdemos nuestro público; cuando el suyo lo es, arruinan vidas”.
Armando Cabrera ha sido un dragón en una obra infantil, Herodes en Jesucristo Superestrella, Tevye en El Violinista sobre el Tejado, padre de Mónica Spear en El Desprecio, Max Bialystock en Los Productores y el Rey Claudio en Hamlet. Ha sido muchas personas en la ficción. En su propia vida ha sido un hombre solitario, víctima de sus propios laberintos. Alguien que ha pasado demasiado tiempo con el lobo oscuro que todos tenemos. Ha sido un hombre frágil que encontró en el teatro su lugar en el mundo. Ha sido muchas cosas, pero jamás un asesino.
Ninguno de los periodistas que lo colocó en el paredón de fusilamiento redactó la decencia de una frase para retractarse de lo dicho.
En esta historia hubo dos asesinatos: el de Keiduin Alexander Suárez, “Piolín”, un transexual de 28 años de edad, abaleado por alguien aún desconocido y en libertad. Y el de Armando Cabrera, asesinado moralmente por la forma más perniciosa del periodismo: el amarillismo y la invención.
Debieran publicar los nombres de tod@s l@s periodistas involucrados en este “asesinato”, este vejamen incluyendo sus curriculum vitae. Creo que cada vez que callamos y ocultamos los nombres de ese tipo de canalla estamos encubriendo un delito.
Vivo en Lima y aqui todos los delincuentes los muestran las noticias con la cara al descubierto, quizás debamos aprender.
Saludos