La ilusión era mejor

Por: Sergio Dahbar

En días recientes visité Sabana Grande, después de años de alejamiento. Fue mi cercanía vital en la adolescencia y el lugar donde todo era posible a partir de cierta hora. Regresar en la actualidad a sus calles fue una experiencia curiosa. Como sucede con el rostro de ciertas mujeres, le han refrescado la fachada, pero el alma se desvaneció hace tiempo. Eso no se recupera. De todas maneras ese breve paseo me hizo recordar los mejores tiempos de la zona.

Cuesta identificar el momento preciso en que Sabana Grande dejó atrás los incendiarios años sesenta y entró en la pacificación que proponía el stablishment, sobre el lomo de los precios del petróleo. Pero el proceso tuvo lugar y las armas, así como muchas ideas, fueron a parar a los museos, o a manos de la delincuencia pura y dura.

Algunos habían aprendido a disparar y no querían perder la costumbre. Como ocurre ahora, si no se podía cambiar el mundo, por lo menos que el dinero cambiara de dueño.

Aparecieron más terrazas, más jugadores de ajedrez, más maromeros nocturnos, más vividores que habían perseguido en el pasado algún territorio libre en el planeta y que comenzaban a relajarse en conversaciones filosóficas o viajes a religiones orientales, y más gitanos pulcramente vestidos, dispuestos a vivir del trabajo rutinario de sus esposas, puerta por puerta, con telas y vajillas importadas.

En las mesas de los cafés al aire libre, en las barras de los bares que contenían a la generación de la República del Este, en los rincones de los billares, en los pasillos de las librerías que bautizaban libros con invitados internacionales, corría el alcohol con una libertad inusitada.

En esos vapores se consumían las culpas de traiciones a la causa, de compañeros ofrendados en la lucha armada, de becas bien administradas para escapar del insoportable recuerdo que los enjuiciaba como guerreros flojos y aburridos, adecentados a punta de tragos por una democracia que no había tenido que echar demasiados tiros para liquidar la insurgencia.

La violencia se convertía entonces en una isla de la memoria, recreada en juegos de palabras que de vez en cuando derivaban en una novela memorable. Los estudios en el exterior también apaciguaban las pesadillas nocturnas.

Se cruzaban ex guerrilleros; italianos mafiosos; prostitutas; estudiantes universitarios trasnochados; gitanos vividores; cubanos, argentinos, uruguayos y chilenos nostálgicos y sobrevivientes; estafadores de poca monta; publicistas en alza; locos transfigurados en profesores universitarios; guitarristas que se ganaban la vida mandando a callar a la gente en los hospitales públicos; predicadores exaltados; titiriteros sin trabajo; saltimbanquis erráticos; poetas que desplegaban peñas todas las noches; enfermeros que buscaban alivio después de finalizar sus turnos; falsificadores profesionales de dudoso origen francés; políticos que comenzaban a pescuecear en la arena pública…

Ciertos comecandelas se transfiguraron en académicos y terminaron fundando partidos políticos trascendentes. O poetas del 23 de enero que se transformaron en exitosos publicistas. O motorizados que ascendieron en la escala profesional hasta convertirse en propietarios de empresas. No era una utopía, sino una posibilidad real en medio de una fiesta inolvidable.

Resulta impresionante pensar que en ese momento el sueño del hombre nuevo y una revolución que cambiara el orden de las cosas para mejorar la vida de todo el mundo, pero sobre todo de quienes peor estaban ubicados en la sociedad era una ilusión compatida por mucha gente.

Los que se encontraban en el poder, adecos y copeyanos, habían comenzado a envejecer: lucían tan ineficientes como burócratas. Se los observaba con desconfianza, aun cuando se les solicitaba la beca anual para escribir la novela perfecta o estudiar en Harvard. Los que gobernaban eran Ubu Rey.

No imaginábamos entonces (trágico fue descubrirlo más tarde) que los tripulantes del cambio por venir, la izquierda divina, serían más ineficientes y corruptos que los Ubu Rey de entonces. La borrachera de aquellos años impidió que se advirtiera el resentemiento que escondían, así como el apetito de poder y dinero que habían acumulado en años de exclusión y retraso ideológico. La ilusión siempre será  mejor que la realidad.

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