La hora legal de Venezuela nunca ha coincidido con la hora de la justicia.
La justicia se ha constituido en un espejismo, en una promesa, en un reclamo, en una oferta electoral, con una mera apariencia de legalidad, ataviada con togas llamativas y que nada tiene que ver con el ciudadano común que aspira legítimamente a que su derecho le sea reconocido, el daño sufrido reparado y quienes resulten responsables de un delito sancionados después de un juicio justo.
Esta vivencia no ha tenido cabida entre nosotros; la justicia no ha sido un valor metabolizado por la sociedad venezolana; la justicia ha quedado siempre relegada, olvidada, marginada, pero, eso sí, utilizada en el momento más conveniente para golpear alevosamente al adversario político, para beneficiar al poder, para congelar un conflicto y para exhibirse, en actos protocolares, con altisonantes menciones de lugares comunes distantes del ciudadano que lo único que entiende es que “justicia, no hay”.
Nuestra funesta tradición de regímenes autoritarios del pasado y las urgencias e inestabilidad institucional no permitieron que la esforzada democracia, que se abrió paso entre innumerables escollos, fijara, entre sus objetivos, echar las bases de un sistema de justicia con las imprescindibles notas de independencia y autonomía. Ello ha traído como consecuencia un Poder Judicial enclenque, politizado, mal pagado y, en su rama más sensible –la penal– encontrándose en juego la libertad, utilizado perversamente como eficaz instrumento para neutralizar, amedrentar y perseguir a los enemigos políticos, en tanto que no se ha permitido el desarrollo de un sistema de justicia moderno, actualizado, bien gerenciado y dotado de los recursos necesarios para apuntalar su verdadera importancia, pero, sobre todo, con hombres y mujeres que solo decidan conforme a su conciencia y sus conocimientos, exhibiendo una conducta proba y digna ante la ciudadanía, con capacidad para responder ante las exigencias de la comunidad, en particular, ante la demanda de justicia de las víctimas de la violencia desatada entre nosotros.
En este momento, con motivo de la elección de una nueva Asamblea, debe fijarse como tarea prioritaria la aprobación de un conjunto de normas, producto del consenso de la representación popular, que tenga como cometido garantizar la independencia del Poder Judicial, rescatándolo del dominio de un partido y preservándolo a futuro de tan nefasta desviación, causante de tantos males, ante el cuadro perverso de una justicia que se ha puesto al servicio los intereses de la denominada “revolución”.
Pero la realidad nos golpea, una vez más, con el triste espectáculo de la pretendida designación de nuevos magistrados escogidos por una Asamblea “moribunda” que ya ha perdido su legitimidad por la decisión inequívoca del pueblo que votó por sus nuevos representantes.
Es imprescindible una revisión de la Ley del Tribunal Supremo de Justicia que reforme el texto de 2004, aprobada con el fin explícito del control absoluto del máximo tribunal de la República y aprobar una nueva normativa que responda al mandato de la Constitución de 1999, precisando, entre otras cosas, las exigencias y requisitos para ser magistrado, la integración las salas y el procedimiento de designación, todo lo cual se ha hecho, hasta ahora, a la medida de los intereses del gobierno y de espaldas a la justicia.
La hora de la justicia, al parecer, no ha llegado. Pero el pueblo clama por ella y exige que se fijen las columnas de un verdadero sistema para su administración, de “una República de jueces”, de una sociedad que recobre la confianza perdida en los árbitros de los conflictos ciudadanos, llamados a contribuir a la respuesta efectiva a la anomia, a la arbitrariedad y a la impunidad, hoy propiciadoras de la venganza judicial, de la justicia por propia mano y del linchamiento político o común.