Publicado en ALnavío
Se cumplieron 100 años de la Revolución Rusa: el día de octubre en que Lenin y los suyos cambiaron la monarquía por el abismo. Le prometieron el cielo al pueblo, pero lo hicieron vivir un siglo en el infierno. Ahora ‘The House of Government’, de Yuri Slezkine, toma una pequeña historia y la convierte en metáfora luminosa de esa tragedia.
Si algo tienen en común las revoluciones, es que producen miles de libros que tratan de entenderlas. El profesor de historia de la Universidad de Pennsylvania, Benjamin Nathans, calculó que sobre la Revolución Rusa se han escrito 20.000 libros en 100 años. Quién iba a pensar que descabezar a los Romanov para crear una utopía sangrienta, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), acabaría con tantos árboles y con tantas vidas.
Cien años después los estudiosos intentan comprender cómo fue posible un experimento que diezmara la población y los sueños de una vasta zona del planeta. ¿Tuvo la culpa la monarquía?, ¿o las contradicciones del capitalismo?, ¿o fueron corrientes de pensamiento como la Ilustración, que desterraron las monarquías? Esto se discute todavía. Habría que ver.
Mientras los intelectuales debaten, un historiador ruso nacido en 1956 y criado en Moscú, Yuri Slezkine, hijo de otro historiador y nieto de un escritor de ciencia ficción, terminó sus clases en la universidad estatal de Moscú. De ahí partió a Estados Unidos, para estudiar su postgrado en Historia en la Universidad de Texas.
Ya residenciado en California, como profesor de historia en la Universidad de Berkeley, acaba de publicar un libro extraño, de 1.200 páginas. Se llama The House of Government, editado por la editorial de Princeton. Es el tipo de libro que toma una pequeña historia y la convierte en metáfora luminosa de una tragedia.
Dos de las reseñas que se han escrito -entre muchas- sobre el trabajo realizado por Yuri Slezkine, aparecieron publicadas en dos templos del periodismo anglosajón: The New Yorker y The New York Review of Books.
Ambas son totalizadoras. Reverencian los aciertos de esta cuantiosa investigación. Reconocen la cantidad de fuentes consultadas, datos conjurados, testigos entrevistados… Quizás la más notable sea la de Joshua Yaffa, aparecida en The New Yorker, porque incluye la perspectiva personal de vivir en Moscú como corresponsal de Estados Unidos.
¿Cuál es el tema de Slezkine? La casa rusa de las sombras, el edificio de 505 apartamentos que planifica Boris Iofan a las orillas del Kremlin, sobre un pantano, para recibir a lo más granado de los camaradas que hicieron la Revolución Rusa en 1917.
En 1931, cuando estuvo listo y los escogidos a dedo comenzaron a mudarse, quedó establecido que era “el complejo residencial más grande de Europa”. La casa de gobierno, como se la llamó, era una curiosa “mescolanza de la geometría cuadrada del constructivismo y la creciente pomposidad del neoclasicismo”, escribe Yaffa. Era la residencia de los caudillos marxistas.
Yuri Slezkine entendió que ese edificio entrañaba de alguna manera la historia del devenir de la Revolución Rusa. “Por un lado sus residentes vivían como una nueva clase de nobleza, y por el otro sabían que en cualquier momento podían arrancarles las tripas”. ¿Cabe mayor felicidad para un régimen autoritario?: ser capaz de halagar y aterrorizar al mismo tiempo.
El problema es que a los comunistas no suelen salirles bien las profecías. De querer convertirse en el lugar burgués donde los camaradas más celebrados tenían residencia, pasó rápidamente a ser el lugar siniestro donde los revolucionarios iban a morir.
Lenin falleció en 1924 y Stalin hizo con la revolución lo que quiso. Nada bueno por cierto. Construyeron sí la fábrica de acero Magnitogorsk; la fábrica de tractores Kharkiv; y el Metro de Moscú, con candelabros y mármol que rememoraban los palacios de la monarquía.
Pero era necesario darle calor a la élite. Konstantin Melnikov planificó laboratorios de sueño, donde cientos de trabajadores dormían bajo el efecto de aromas y sonidos tranquilizadores.
Enemigos por todas partes
Al inaugurarse en 1931, La Casa de Gobierno tenía una cafetería para todos los residentes, un teatro para 1.300 espectadores, bibliotecas, salas para jugar al billar y hacer ensayos de orquestas sinfónicas, canchas de tenis y baloncesto, gimnasios, salas de ducha, banco, lavandería, telégrafo, oficina de correos, guardería, clínica, peluquería, supermercado, cine para 1.500 espectadores…
La utopía comunista esperaba que toda esta energía desatada en octubre de 1917 terminaría por cambiar la sociedad. Lejos de tomar el cielo por asalto, los camaradas que estaban en el poder comenzaron a desconfiar de todo el mundo.
Así lo escribe Slezkine. “Cuanto más intensa es la expectativa, más implacables son los enemigos; cuanto más implacables son los enemigos, mayor es la necesidad de cohesión interna; cuanto mayor es la necesidad de cohesión interna, más urgente es la búsqueda de chivos expiatorios”. Palabras que por cierto funcionan para diferentes realidades en tiempos diversos.
Stalin inició las purgas para limpiar la revolución de sangre infectada. Habían llegado los problemas, y alguien debía pagar. Escasez de alimentos, viviendas hacinadas, las hambrunas en los campos… ¿Dónde buscar a los culpables? “Entre aquellos que pusieron en marcha la profecía original”, escribe Slezkine.
La Casa de Gobierno fue el vórtice de los arrestos, los interrogatorios, las desapariciones y la muerte. La policía secreta rusa, con iniciales NKVD, esperaba de noche en las puertas del edificio o ingresaba en los apartamentos de manera súbita por los ductos de basura.
La gente comenzó a ver enemigos por todas partes. Los arrestos se extendieron a las niñeras, lavanderas y limpiadores de escaleras. Incluso el comandante de la casa, suerte de presidente del condominio, fue detenido porque era culpable de cualquier cosa. Nadie podía sentirse seguro.
Un cirujano que tuvo problemas en el edificio y debió abandonarlo, le contó a Joshua Yaffa lo siguiente: “El edificio fue concebido como un pedacito de cielo para los elegidos. Pero este edificio se alza sobre un terreno lúgubre, y sus residentes están condenados a padecer mucho dolor”.