Imagino que mucha gente ha asistido a cenas en Venezuela donde se ha manifestado una discusión incómoda sobre artistas que aceptaron estar cerca del poder para poder sobrevivir. ¿Es válido que para construir una obra fundamental, hayan aceptado cantarle el cumpleaños feliz a un tirano? ¿Había posibilidad de ser un poco más discreto y no colgarse de los testículos de forma tan grosera? Las respuestas vendrán con el tiempo, cuando la marea se tranquilice.
He recordado más de una velada agria después de leer Leningrado, Asedio y sinfonía, del periodista inglés Brian Moynahan, publicado por Galaxia Gutenberg (2015). Es uno de esos libros de historiadores que iluminan el pasado con la notable característica de producir reflexiones que apuntan al presente universal.
Muchos artistas se vieron confrontados con el poder. La forma en que trabajaron ese conflicto, o que dejaron que penetrara en la creación artística, ha sido carne de muchos ensayos, novelas, obras de teatro, películas, y reportajes periodísticos. Como en todo en la vida, hubo declinaciones y resistencias.
Confrontarnos entonces con un artista del talento y la dimensión de Dmitri Shostakóvich (1906/1975), uno de los compositores más importantes del siglo veinte, no debe sorprendernos. Por suerte ha venido Brian Moynahan a introducir profundidad donde había simplificación y esquematismo.
¿Qué hace Moynahan? Reconstruir un momento preciso de la historia: el sitio de Leningrado por las fuerzas de ataque nazi en 1941. Dos ríos fluyen en su prosa. Las purgas que ordenó Stalin a partir de 1934, hacia colaboradores, militares de alto rango, e intelectuales de Leningrado, donde estaba Shostakóvich.
El otro caudal lo ofrece la crónica asombrosa de la invasión nazi. No olvidemos que Hitler dio la orden de borrar Leningrado de la faz de la tierra. Los alemanes avanzaron a través de Rusia, sitiaron Leningrado y la aislaron del resto del país. La población soportó una asedio nunca visto.
En ese episodio de devastación y muerte masiva, por los ataques, el frío, el hambre, crece la figura de Dmitri Shostakóvich, que había sido repudiado por Stalin, quien asistió a la representación de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk y para mala suerte del artista la detestó.
El periódico oficialista Pravda la destruyó sin piedad. Su Cuarta Sinfonía también fue marginada porque no poseía el “optimismo socialista necesario’’. La acusaron de decadente y formalista, y le negaron su estreno. En palabras, sencillas lo metieron en el congelador.
Shostakóvich tuvo una carrera que cuesta envidiar: ser uno de los genios de la música contemporánea y padecer las agresiones del régimen soviético. Aceptó cargos de representación, ingresó al Partido Comunista en 1960 y se convirtió en miembro del Soviet Supremo. Así se rehabilitó.
Brian Moynahan cierra esta obra mayor sobre un momento clave de la historia de Europa y las individualidades que arrasa a su paso: el estreno de la Séptima Sinfonía el 9 de agosto de 1942 en Leningrado.
Cuando los cañones aún despedían humo, el director Karl Eliasberg levantó su batuta y sonaron las primeras notas. La sinfonía fue interpretada por músicos que venían del frente y de las bandas militares. Muy pocos intérpretes de la orquesta habían sobrevivido.
“La interpretación de la Séptima en la propia ciudad sitiada es el resultado del invencible espíritu patriótico de los leningradenses. De su fuerza, su fe en la victoria, su voluntad de luchar hasta la última gota de su sangre, y de lograr la victoria sobre los enemigos’’, dijo Eliasberg.
La historia le jugó una mala pasada a Shostakóvich. Lo confrontó con el poder y no pudo enfrentarlo. Fue débil. Pero la música permitió que su talento ayudara a una ciudad que había soportado algo inhumano.