Cada etapa de la historia tiene especificidad. Mal puede decirse, por ende, que la historia sea circular. Se negaría, como memoria de la experiencia, a la perfectibilidad de lo humano, tal y como nos la describe Dante, en la Divina Comedia.
Aún así, cabe admitir que la vida del hombre y de los pueblos se mueve entre antagónicos universales, como el bien y el mal, la guerra y la paz, el respeto de lo ajeno o su transgresión, la solidaridad con los otros o el egoísmo, lo que es más importante, el servicio a la verdad o el hábito de la mentira.
Releyendo los documentos fundacionales de nuestro pensamiento político libertario, y acicateado por la tragedia venezolana del presente – que muestra, en Nicolás Maduro y sus seguidores, el lado más oscuro de lo humano, traducido en represiones, cárceles, hambruna, desbordamiento del poder hasta hacerlo coludir con crímenes de lesa humanidad – encuentro a mano el discurso de Juan Bautista Picornell.
Su prédica hacia los venezolanos acerca de los Derechos del hombre y del ciudadano, es el soporte de la conspiración de Gual y España de 1797. Es el “germen” – lo admite José Gil Fortoul – de nuestra nacionalidad y cabe, por lo mismo, tenerlo presente para el mejor entendimiento de nuestra circunstancia actual y sus probables desenlaces.
Más del 80% de los venezolanos sabe, sin dejarse arredrar ya por los matices “muy propios de nuestro ser nacional”, acerca la naturaleza oprobiosa y despótica del sistema que nos oprime – haciendo responsables de hechos imprescriptibles a sus actores, los Maduro, los Cabello, los Rodríguez – y que a todos nos envuelve, incluidos quienes eran devotos seguidores del chavismo.
Nada agregaré al respecto, por consiguiente, al glosar a Picornell.
Dice, éste, en su discurso, sobre los horrendos crímenes de los que somos víctimas bajo la tiranía borbónica, y tienen su explicación sobre doble riel: uno, que quienes los realizan afirman ejecutarlos “como actos de rigurosa justicia”: “se valen de los fines más justos y honestos para engañar a los hombres, alucinar a los pueblos” y así encubrir sus maldades; otro, que por haber permitido nosotros que nuestra dignidad como pueblo fuese pisoteada y corrompida, ello “nos ha hecho perder hasta la idea de la dignidad misma de nuestro ser”.
De modo que, para salir de tal estadio, de “los horrores del despotismo”, lo primero que cabe es rescatar la conciencia de nuestros derechos – “todos los derechos para todos” como se predica ahora – y disponer de “los medios más eficaces” para “restituir al pueblo su soberanía”; que es innegociable, por ser la expresión o suma de nuestros derechos y del derecho a proveernos de un orden que los garantice. Por lo que recuerda que “esperar por más tiempo, sería consentir en las más execrables maldades y cooperar a nuestra entera ruina”.
Picornell, al ilustrarnos sobre nuestra hora fundacional compara realidades, para que no haya duda sobre el desafío planteado: “el envilecimiento y la corrupción son el apoyo de todo gobierno despótico”, ya que el hombre que pretende sobrevivir dentro del mismo, es el “el adulador más vil, el político más falaz, el delator más pérfido, el malvado más enorme”. En tanto que, visto que “la virtud y la magnanimidad forman la esencia del republicanismo”, en una república – democrática – no se reconoce “otro poder que la justicia y la razón”.
El autor del discurso habla también del “hombre nuevo”, de suyo y por lo mismo extraño al que buscaran forjar mediante un mal plagio nuestros déspotas del siglo XXI; y lo hace para señalar que sólo es “nuevo” quien como ciudadano se reconoce en su dignidad y la mantiene en estado de vigor. La conciencia, en fin, es la base “del primer movimiento de toda revolución” verdadera; pero no basta la conciencia individual, pues la república es un cuerpo político en donde todos sus miembros participan: “El ocioso en una democracia es despreciado del público como un ser inútil… y como un ejemplo escandaloso”, enseña.
¿Qué medio elegiremos, para librarnos de tan insoportable esclavitud y para salvar a la Patria?, se pregunta Picornell. En su disyuntiva, al haberse agotado la posibilidad de las reformas dentro de la monarquía y con ayuda de liberalismo conservador, dice bien que “no hay otro que el de la fuerza”. Le acusan, por ende, de radical, y Manuel Gual y José María España, sus seguidores, terminan, uno ahorcado y el otro envenenado. Sus máximas, empero, iluminan la actuación de nuestros padres fundadores en 1810 y 1811.
Leyéndolo a la distancia de 220 años, en el contexto corriente, su enseñanza es ímproba. Cabe derrotar a la tiranía militar y despótica de los Maduro con la fuerza de nuestros derechos, en la calle, haciéndole ver dónde reside la soberanía, este 1ro. de septiembre.
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