La frontera – Jean Maninat

Cuando se haga el post mortem de estos años de descalabro generalizado -es ya muy larga la lista de lo que cada díaFullSizeRender está peor- la imagen de unas humildes viviendas marcadas con una D de trazo infame para anunciar su inminente demolición, quedará como recordatorio de hasta dónde puede llegar un grupo humano en su afán de permanecer en el poder a toda costa. Es demasiado fácil y doloroso recurrir a la memoria de las tiendas y hogares judíos en la Alemania nazi, con las vitrinas y fachadas marcadas con un Juden cargado de terribles promesas. Pero es imposible que el mecanismo mental no se active.

Nunca la frontera ha gozado de buena publicidad a pesar de tantas almas nobles -laicas y religiosas- que se han empeñado en mitigar su perdición repartiendo las buenas nuevas de su predilección. La literatura y el cine han elaborado un fresco pintoresco de personajes extravagantes, de lujuria y pecado, de penuria y sufrimiento a la espera de un enriquecimiento súbito. Hay la frontera del oro, la plata, los diamantes, el caucho, la madera, el petróleo, los refugiados de toda índole. (En la frontera, entre anacondas y jaguares, escribió Horacio Quiroga sus mejores cuentos; en las fronteras de las islas de las especies, Lord Jim trató de redimir su remordimiento de la mano de Conrad)

Más allá de su envilecimiento o su idealización, la frontera, es, sobre todo, una promesa. No todo el que la cruza es un malhechor en ciernes, miles de miles la atraviesan -legalmente o por los caminos verdes- con el sólo ánimo de encontrar trabajo, de establecerse, de reagrupar eventualmente a la familia que quedó atrás, o de alimentar a los suyos a través de remesas. Hay quienes lo logran y recogerán en el habla las señas de identidad de su nueva pertenencia, en los sabores de sus condu mios, su nueva nacionalidad. El ellos se funde en el nosotros.

Así había sido la frontera entre Venezuela y Colombia. Un paso para ir y venir; un paso para quedarse. Un corredor de intercambio económico que proveía de prosperidad a ambos lados y dotaba de cotidianidad vecinal a las pomposas consignas sobre la integración de los pueblos latinoamericanos. Nadie puede negar el contrabando de productos más baratos de un lado al otro, es histórico, y fue practicado por ambas partes. (En un excelente artículo publicado recientemente en este diario, Roberto Giusti rememora los años dorados de Cúcuta como centro de acopio de los venezolanos). Pero la fuerza motriz del intercambio económico ha sido legal y uno de los de mayor intensidad en la región.

El cierre progresivo de pasos fronterizos con Colombia -primero en Táchira y ahora en Zulia- por razones de cálculo electoral, es una prueba más de la falta de responsabilidad con la que viene actuando el gobierno, el cual lejos de detener su caída, la precipita. Esta especie de encierro de San Fermín, donde los máximos responsables gubernamentales y sus auxiliares embisten como toros asustados contra todo lo que se mueva, amenaza con llevarse con los pitones la poca credibilidad que les queda adentro y fuera del país. En estos momentos, nadie necesita en la región un foco permanente de conflicto interno, de turbulencia diplomática, de lenguaje amenazante y altanero hacia todo el que discrepe.

Lamentablemente, la acción unilateral y mal pensada del gobierno ha causado un daño de difícil saneamiento en las relaciones con Colombia. Las imágenes vistas en los medios de comunicación de buena parte del mundo, no muestran a paramilitares cargando lanzacohetes, ametralladoras, cajas de municiones, equipos satelitales, atravesando los ríos que unían a los dos países y que ahora los separan. Se ve a gente humilde portando colchones sobre sus cabezas, mesas, sillas, televisores, los enseres del día a día que van marcando el progreso de quien trabaja. Atrás quedan las barricadas, los alambres de púas, las armas amenazantes, las voces de humillación, los bulldozer demoliendo paredes endebles. Los escombros de una vida.

Es la frontera del socialismo del siglo XXI.

@jeanmaninat

 

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