Por: José Rafael Herrera
Dice Marx, en los Manuscritos de economía y filosofía, que “el hombre produce universalmente” y solo es capaz de “reproducir la naturaleza entera”, porque “sabe producir según la medida de cualquier especie y sabe siempre imponer al objeto la medida que le es inherente; por ello el hombre crea también según las leyes de la belleza”. En efecto, el hombre define su ser por lo que hace. Ser es hacer. Y es por esa razón que concibe lo bello como lo que él mismo es capaz de crear.
Una ciudad en condiciones de deterioro creciente es el fiel reflejo de su propio ser. Mientras más miserable resulta el entorno mayor concentración de miseria pone de relieve la propia condición del hombre. Así como, según Spinoza, “el orden y la conexión de las cosas es idéntico al orden y conexión de las ideas”, se puede argumentar, en esa misma dirección, que el deterioro y la condición miserable que presentan las cosas son idénticos al deterioro y la miseria de las ideas de quienes las habitan. Es, en suma, una estética –diría Marx– que es el resultado de la propia condición enajenada. Al igual que los espejos, las ciudades reflejan, al decir de Borges, “el rostro que mira y es mirado”.
El problema del creciente (y pasmoso) deterioro de la ciudad no es un asunto exclusivamente “físico” o material. No se trata de una cuestión únicamente atribuible a la falta de mantenimiento, a la ausencia de friso y de pintura, de asfalto y señalización de calles y de pasos peatonales, de semáforos inservibles, de aceras rotas o de infrecuencia en la recolección de los desechos. No se trata tan solo de cómo un determinado monumento, una escultura o un mural, se van progresivamente tostando y desconchando ante el sol, la lluvia y la polución, para luego caer en el olvido, en la indolencia o en el total abandono. En realidad, el problema del deterioro es, al mismo tiempo, de carácter social, civil, porque las obras que motivan el recuerdo viviente de lo que se es, lo mismo que aquellas que representan la llamada “memoria histórica” de una determinada sociedad, son re-creaciones que actúan como un gran espejo en el que se mira el propio cuerpo social. No es sana la confusión de las causas con los efectos.
Una interesante reflexión de Carlos Fuentes, en El espejo enterrado, da cuenta de esta efectiva relación de las ciudades con sus habitantes, es decir, de la inescindible relación existente del sujeto social con su objeto par excellence, cabe decir, la ciudad: “Como en el cruel espejo social de Los caprichos de Goya, donde la vanidad es ridiculizada y la sociedad no puede engañarse a sí misma cuando se mira en el espejo de la verdad: ¿creías que eras un galán? Mira, en realidad eres un mico”.
Las manos de los hombres no modifican el ambiente si son ajenos a la consciencia. Concebir el deterioro de la propia condición humana, de la ausencia de compromiso, de eticidad: es eso lo que proyecta la mugre de una urbe que lentamente va transitando hacia la deriva. Son, a fin de cuentas, los rigores de la “indefensión aprendida”, las consecuencias de una virtual “guerra de baja intensidad”.
Una sociedad pujante, en pleno crecimiento y desarrollo, próspera, en situación de paz social, no exhibe el deterioro de sus obras fundamentales, de la simbología que la circunda. Las mantiene en su mejor estado. Ningún romano, neoyorquino o parisiense pondría en riesgo sus sagrados monumentos históricos, no en tiempos de posguerra, no en tiempos de pujante compromiso civil, consigo mismos. Por el contrario, una sociedad que ha dado muestras fehacientes de deambular con el espíritu roto, abrumado, internamente deteriorado, tiene que reflejarlo en sus obras fundamentales, por más “misión barrio tricolor” que se quiera imponer, esa suerte de tosco maquillaje y ocultamiento del cada vez más evidente gran Retrato de Dorian Grey en el que va deviniendo la ciudad.
Tal vez, y a la luz de las consideraciones anteriores, se puedan comprender las circunstancias materiales –y, con ellas, las espirituales– que presentan, en la actualidad, ciudades como La Habana o Caracas, ciudades, como se sabe, que en algún momento fueran reconocidas mundialmente como “la joya del Caribe” o “la sultana del Ávila”, respectivamente. Ayer fue la gloria. Hoy es la ruina. Su Alma y sus Formas solo coinciden en un punto: en el fin y en el comienzo de sus ruinas. La serpiente se muerde la cola. La revisión del deterioro material pasa, pues, necesariamente, por la revisión del deterioro de la propia condición humana. El taxista bonaerense, no sin cierto orgullo, recorta la marcha del vehículo al pasar cerca del Obelisco, y el transeúnte, sin previo interrogatorio, explica porqué la Casa Rosada está pintada con ese color. Sean las razones que fuesen, su condición civil se haya entramada con su Ethos. No se trata de una mera anecdótica. Hay una continuidad espacio-temporal en toda visión reconstructiva. Somos el resultado de un proceso. El arte y la cultura, en general, carecen de ingenuidad. De hecho, “el arte ingenuo” es, en última instancia, una contradictio in abjectio. La función del arte consiste en motivar la cohesión social para el presente. Las figuras del pasado tienen la función de reafirmar el para nosotros, aquí y ahora. A estas alturas, ¿valdrá la pena preguntarse qué querrá decir “Caracas te quiero”?
Cuando se transita por la ciudad y sus referencias patrimoniales o, simplemente, simbólicas no despiertan en el ciudadano ningún interés, no lo envuelven, no lo involucran, no lo motivan, se puede llegar a pensar, entonces, que ese ciudadano se ha hecho ajeno a su entorno y que se haya en plena condición de extrañamiento respecto de la ciudad y respecto de sí mismo. Ya no se forma parte del proceso de formación del nosotros. El espíritu, de nuevo, vuelve a manifestar los síntomas de la misma enfermedad que padece su ciudad. Ya no viven los dioses, no hay señales, ni hay Delfos. Lo muerto se ha diseminado y los límites del cementerio se han extendido por doquier. El hombre se enajena del hombre y se enajena de sí mismo cuando ha llegado al enajenamiento de su propia esencia. Pobre vida es la que se limita a cubrir la subsistencia y las necesidades básicas. Heidegger lo designaba como un “vivir para la muerte”.
De nuevo, Marx ha sido enfático en esa dirección: “Si suponemos al hombre como hombre y a su relación con el mundo como una relación humana, solo se puede cambiar amor por amor, confianza por confianza. Si se quiere gozar del arte hasta ser un hombre artísticamente educado; si se quiere ejercer influjo sobre otro hombre, hay que ser un hombre que actúe sobre los otros de modo realmente estimulante e incitante. Cada una de las relaciones con el hombre –y con la naturaleza– ha de ser una exteriorización determinada de la vida individual real que se corresponda con el objeto de la voluntad. Si amas sin despertar amor, esto es, si tu amor, en cuanto amor, no produce amor recíproco, si mediante una exteriorización vital como hombre amante no te conviertes en hombre amado, tu amor es impotente, una desgracia”.