De la esperanza – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

En épocas de “menesteroso presente”, la mayor parte de las gentes comienza a abrigar los así llamados “deseos de anticipación”, suerte de sentimiento de espera, confiada y paciente, para que, tarde o temprano, se materialice, se transforme en realidad, el deseo que se porta “in péctore” con todas las fuerzas del alma. Tal vez, sea este el modo más indicado y concreto de definir el sentimiento de la esperanza. Se trata, en efecto, de una actitud viva y confiada en el propio bienestar futuro, cuyos orígenes históricos se remontan a representaciones mágicas y místicas, no solo cultivadas por la mayor parte de las religiones sino también por algunas posiciones filosófico-políticas –¡e incluso por la mayor parte de las doctrinas económicas!– que, con el tiempo, devienen parte constitutiva del sentido común de una época. No son pocos los pasajes del Antiguo Testamento, o de otros textos sagrados, en los que el mismísimo Dios es llamado “esperanza” y “fe”. En el caso del Nuevo Testamento, la esperanza es un tema específico de las reflexiones de Pablo, tema que, por cierto, inspirará la ulterior doctrina moral de la Iglesia católica como elemento de intermediación esencial entre las virtudes teologales, ubicada después de la fe y antes de la caridad, pues a ellas se encuentra inescindiblemente vinculada.

La conocida expresión “la esperanza es lo último que se pierde”, sirve de premisa para dar cuenta, precisamente, de cómo la noción de esperanza, trastocada en “hecho natural” –tan “natural” como la frase: “el tiempo de Dios es perfecto”–, se ha manifestado como referencia obligada del ser social, incluso más allá de lo estrictamente religioso o de lo político, dado que tanto lo uno como lo otro le han servido de tácito fundamento: la esperanza ya es, pues, parte esencial de eso que hoy día se denomina “el imaginario” de la sociedad, en general, y de la sociedad venezolana, en particular, justamente porque, como afirma Walter Benjamin –y cita Marcuse–: “Solo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza”. Ente, entidad, datidad; facticidad y positividad: una vez más, carne y sangre del “sensus comunis”, a fin de cuentas.

Concentración y proyección de expectativas no conquistadas que, quizá, “en un futuro no muy lejano”, terminen haciéndose “hechos”. Solo hay que esperar, tener confianza. “El equipo gana”. Es el susto de los caraquistas –pero también de los magallaneros– ante la inminente no-clasificación, a la espera de una señal divina. Es la oración que hace que llegue la bolsa “Clap” para alimentar la prole; es el santo que atraviesa su manto para que el malandro falle el mortal disparo; o para que no se roben los cables del “ferro”; para que lleguen las medicinas. Es la fortuna que mete su mano, para que el petróleo suba de precio y el dólar se estabilice; para que se acabe la industria del secuestro; para que se produzca el cambio definitivo en beneficio de todo el país. Nadie puede ocultar el temor –ese frío vacío en el estómago– oculto tras la anhelada espera. Pero no se podrá decir que no se han hecho las correspondientes “orationis pro aris et focis”. Así las cosas, se podría afirmar que, durante los últimos tiempos, Venezuela ha tenido “el santo volteado”. No obstante, un adagio señala que “deseos no empreñan”. Y Hegel, filósofo de la “wirklichkeit”, postula no sin cierta acritud, una sentencia cargada, a un tiempo, de certeza y verdad: “Los laureles del mero querer son hojas secas que no reverdecen”.

Es verdad que la esperanza ha sido interpretada durante buena parte del siglo XX, por filósofos de la talla de Bloch, como un sinónimo de “no te rindas”. En la que quizá sea su obra más importante, El principio esperanza, Bloch se inspira en los fundamentos de la teología de Moltmann y de Barth, con base en los cuales toda esperanza actúa “en el hacer del paso sucesivo”, cabe decir, la esperanza como principio teológico alimenta la lucha por la conquista del “reino prometido”, interpretado como una doctrina de la finalidad (el finalismo): la meta o punto de llegada del proceso de la creación.

Y sin embargo, más allá de los misticismos judeo-cristianos, propios de los “Angelus Novus”, para la cultura clásica antigua las cosas eran muy distintas. De hecho, para los helenos, la esperanza era representada con alas, porque es propio de ella escaparse con facilidad, de modo que resulta cuando menos improbable poder asirla. Valentía, para la antigüedad clásica, quiere decir “ausencia de esperanza”. Cuenta Píndaro, además, que la esperanza fue enviada a los hombres por Zeus en aquel cofre de Pandora que contenía todos los males de la humanidad, y que cuando todos los males fueron liberados solo ella quedó, agazapada, en el fondo del cofre. Para ellos la esperanza, como nodriza de los viejos y hermana del sueño y de la muerte, es un peligroso engaño. Quizá sea por eso que toda época que muere, que llega a su ocaso, cobija su agonía en la esperanza. Y fue justo ahí, en ese inagotable manantial de las enseñanzas del mundo antiguo, que Spinoza aprendió a concebir la esperanza y el temor como dos caras de una misma moneda. Quien espera abriga el temor de que lo que espera no llegue a producirse. Quien teme guarda de continuo la esperanza de que no se produzca lo que teme. Con estos caracteres fue escrita la reciente historia del referéndum revocatorio en Venezuela.

Últimamente –y dado que la actual temporada de beisbol profesional es, quizá, la más opaca e irrelevante de la que se tenga noticia en toda la historia de una disciplina que, alguna vez, fue bautizada como “el deporte nacional”– conviene prestar atención a los más diversos campeonatos de fútbol. Además de tener la oportunidad de ser testigos de excepción tanto de extraordinarias estrategias, destrezas y hazañas, que requieren de una voluntad inquebrantable, como de una incomparable esteticidad –y, de hecho, se podría llegar a afirmar que es una de las disciplinas de mayor creación artística o de mayor despliegue de belleza–, quien penetre a fondo, con la fuerza de su inteligencia, en la cancha del “deporte rey” podrá constatar que no hay tiempo para la espera. Una vez más, se podrá confirmar que la valentía carece de esperanza. Una y otra vez, los equipos –se trata de una labor de equipo– “suben” y “bajan”, incansablemente. Una y otra vez, se produce la “intentio obliqua de la intentio obliqua”, hasta que llega el gol. Pero el “gran momento” vuelve a comenzar, siempre de nuevo. Muy por encima de la esperanza, el optimismo de quien porta la constancia termina produciendo sus frutos.

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