Publicado en El Nacional
Uno de los rasgos de la política venezolana en las dos últimas décadas ha sido el predominio de la mediocridad. Seguramente no estemos ante una creación genuinamente chavista, ante una criatura original de la “revolución”, sino ante la profundización de un declive originado en las postrimerías de la democracia representativa, pero el adocenamiento de la actualidad parece mayúsculo si entramos en el terreno de las comparaciones.
No es un tema sencillo, porque puede uno ponerse en el lugar de árbitro inaccesible y prepotente que pesca defectos y lunares desde su atalaya, pero es bien probable que refleje uno de los rasgos más aplastantes de una sociedad que vive tiempos sombríos. Tampoco es un asunto de tratamiento rápido, debido a las múltiples bifurcaciones que a simple vista ofrece. De allí la posibilidad, que se intentará ahora, de ver cómo se refleja en uno de los asuntos más evidentes del juego político, es decir, en un proceso que se presenta sin ocultamientos y frente al cual resulta difícil que se escape el punto fundamental: las cualidades de quienes pretenden pelear para ganar el trofeo de unas elecciones presidenciales.
De momento han saltado al tapete dos candidatos conocidos por el público, sobre los cuales se deberá pensar, si existe un mínimo entusiasmo después de reflexionar un poco antes de hacer cola para votar: Nicolás Maduro y Henri Falcón. Se excluye aquí a un pastor evangélico que ha proclamado su nominación porque no se hace ahora la crónica de un vodevil, ni la consideración de una presentación bufa. Se quiere hablar de mediocridad, no de cortedad redonda. Se quiere tratar un asunto de medianías, no de enanismo estridente y vulgar.
Parece difícil encontrar un solo rasgo de excelencia en los dos retadores que se preparan para el combate. En el área del pensamiento político, Maduro no sale de las frases hechas, de los estereotipos de la izquierda más abotagada e inane, de clichés que solo aburren a quienes tienen todavía la paciencia de escucharlos. De Falcón no se conoce una sola idea digna de memoria, algún argumento capaz de anotarse en un cuaderno para darle la vuelta un rato frente a una taza de café, nada para retener en los anales patrios que no sea testimonio de superficialidad o prenda de ligereza. No le recuerdo una frase susceptible de repetición, un sonido que se deba grabar para provecho de la posteridad. En el área de las obras materiales, Maduro gana el campeonato por sus faenas de destrucción, mientras el otro no debe ofrecer buen inventario si recordamos cómo se resistieron seriamente a votar por él hace poco los electores del estado que gobernaba.
Pero la dureza del reproche no se remite a dos figuras de la política que lo merecen con creces, sino a las personas que han permitido su ascenso y la posibilidad de que determinen el destino de la sociedad en el siglo XXI. Nada bueno dice de nosotros como pueblo, nada que nos enorgullezca, el desfile de unos personajes que quizá puedan aspirar con cierto merecimiento a una jefatura civil, pero jamás a la primera magistratura. Lo peor del asunto radica en que uno ya la ejerce y el otro aspira a reemplazarlo después de trabajar en funciones administrativas de importancia. ¿No es como para ponerse a llorar? ¿No es como para que nos avergoncemos de los límites que hemos traspasado sin calcular lo que el paso tiene de irresponsabilidad y de incuria? ¿No es como para romper el espejo?
Según el diccionario, mediocre es un sujeto “de poco mérito, tirando a malo”. Tal vez quepan en la casilla muchas figuras del pasado reciente, anteriores al ascenso del “comandante supremo”, adelantado en la pasarela de las medianías más cercanas; pero, sin duda, refiere el caso de los ciudadanos aludidos hoy y el de la colectividad que les ha proporcionado elevación. No salieron de la nada, ni buscan poder en el éter. Se da así entonces el curioso predicamento de una elección presidencial sin soporte legal ni fundamento ético, eso lo sabemos desde su arranque, que no permitirá votar sin rubor por las pobres credenciales de los elegibles. Lo cual no es malo, si se piensa con calma: puede conducir, por fin, a un sendero de rectificación colectiva. La vergüenza puede mover montañas.