La trágica constatación de que el Derecho, dentro de la realidad venezolana, aún se rige por la máxima colonial hispana a cuyo tenor “la ley se cumple, pero no se acata”, sería suficiente para advertir la necesidad de su reflexión por parte de todos los venezolanos.
En nombre de la democracia, las generaciones civiles del siglo XX reivindican el valor y la fuerza de la ley para conjurar nuestro culto raizal por el despotismo. Hoy, nuestros jueces supremos, hombres de toga, escribanos al servicio del despotismo, en nombre de la ley sacrifican a la democracia; y lo hacen en el altar de la venalidad ideológica y partidaria para otorgarle carácter constitucional, por encima del poder popular originario, al arcaico “gendarme necesario”.
Lo vertebral y de apreciar es que la mayoría calificada del país, hoy representada en la Asamblea Nacional, busca releer y redescubrir el catecismo de la democracia. Intenta la forja de éste como novedad, pero anclada en lo que Rafael Caldera observa hasta el final de sus días: “Nos acostumbramos los venezolanos a vivir en libertad”. Y para que finalmente encarne el Estado democrático de derecho, como forma de vida y estado del espíritu.
Las generaciones universitarias de 1928 y de 1936 acometen esa tarea desafiando a los positivistas ilustrados del primer tercio del siglo XX y a los gamonales que los mandan y que los tienen a su servicio, y por ahogar éstos el respeto y la garantía por parte de las instituciones de nuestras libertades fundamentales; justificando el hecho en nuestra predicada propensión natural como pueblo al autoritarismo y al militarismo.
Hoy, de modo intuitivo o informado o acaso por imperativo de las circunstancias que todos conocemos y padecemos, la mayoría nacional apuesta a la virtud regeneradora del voto; a las posibilidades del Estado de Derecho; a lo imperativo de afirmar la separación e independencia de los poderes; y a rescatar de su ostracismo la idea de primacía de la persona humana por sobre el mismo Estado y como base de toda interpretación constitucional.
Pero allí están los otros, buena parte de nuestros compatriotas – militares o civiles, o civiles quienes como en el siglo XIX se hacen chopos de piedra para que los llamen generales o coroneles y no más doctores o ilustrados o integrantes de alguna meritocracia – quienes profesan y practican, a pie juntillas, la “doctrina constitucional bolivariana”.
Aquí cabe un alto para explicar de lo que se trata, al hablar de doctrina bolivariana, sin mengua de la inconmensurable obra épica que, para separarnos de la Madre Patria, España, realiza nuestro Padre Libertador y merece nuestra deuda de gratitud permanente. Emerge la misma, cabe subrayarlo, como una suerte de revancha y en contención entre Simón Bolívar y los Padres Fundadores de 1810 y de 1811, y decanta, la doctrina de éste, sobre los hornos de la escolástica medieval que predica el “origen divino del poder regio”.
Esa es la fuente mediata del “César democrático”, del padre bueno y fuerte que vela por el pueblo inválido e incapaz de gobernarse por sí mismo; y que amamantan los señalados positivistas que fungen de apologetas de la larga dictadura del general Juan Vicente Gómez hasta 1935.
Caldera, quien entonces frisa los veinte años de edad, se muestra consciente de ese grave dilema histórico. Tanto que, cuando escribe su primer libro, premiado por la academia y titulado Andrés Bello, refiere de este gran venezolano que “la impotencia del Libertador para conciliar las ventajas del régimen monárquico con el republicano, le habrán curado de lo que pudiera tener de aquella idea para el momento en que llegara a Chile; … le habría de convencer de que podía evolucionarse a través de una democracia restringida hacia un régimen de mayores libertades, dependiendo más de los hombres que de los sistemas el resultado bienhechor que aspiraba para América”.
El Libertador, en efecto, prosterna desde Cartagena la sujeción del gobernante al parlamento y denuncia a la república aérea de la democracia, en 1812; prédica desde Angostura el senado vitalicio y hereditario, formado por las armas, que no por los hombres de levita, en 1819, pues es con los soldados que adquiere un compromiso impagable la república; y al término, nos deja la creación boliviana del presidente vitalicio, en 1826, para defender la potestad de éste de escoger a dedo a su sucesor en la persona de su vicepresidente. Nada distinto de dicho credo, como lo podremos apreciar ahora, es lo que pone en práctica el soldado Hugo Chávez Frías apalancado por sus jueces supremos, para instalar a Nicolás Maduro Moros en la Casa de Misia Jacinta.
El costo de este dilema, que resuelve y transa la Constitución de 1961, está a la vista de todos.
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