Por: Jean Maninat
Miami ha sido una ciudad malquerida, históricamente ninguneada por las élites culturales latinoamericanas -con especial inquina, la venezolana-. Allí solo veían una geografía de interminables autopistas y centros comerciales, de frivolidad y desparpajo, de inmigración cubana, dicharachera y altiva, de “latinos” realizando oficios menores, o nuevos ricos comprando peluches. ¿Alguien se acuerda de Mayami Nuestro la cruenta burla fílmica de los venezolanos que viajaban al condado a ejercer el “ta barato, dame dos”? ¡Qué tiempos aquellos!
Un humilde melting pot secundario, sin sus Mies van der Rohe y sus Walter Gropius rascándole el vientre a los cielos; ni sus Warhol y Basquiat asomados por doquier presumiendo su iconoclasta rentabilidad, para tener un respiro frente a las grandes metrópolis del planeta. Con los ojos fijados en Nueva York, o Paris, bien sûr, se pasaba por alto la elegancia cincuentosa de sus hoteles de playa, la hermosa discreción de sus casas sureñas bajo las arboledas, y, sobre todo, la luz de Miami, tan física que se podría atrapar con un impulso de la mano. Pero no, era tan solo una posta obligatoria en el camino hacia Orlando.
(También contaba con el mar y las magníficas tormentas tropicales que la han asediado secularmente, y la íntima certeza de que su belleza centenaria escaparía a las hordas de turistas que la alimentaban financieramente, mientras pasaban por alto los secretos que guardaban sus barrios, ahora tan a la moda).
Pero quizás las ciudades cumplen su suerte, un maleficio que las marca irremisiblemente. ¿Alguien puede hablar de Troya sin mencionar al caballo que finalmente la violó? ¿O de Medellín sin recordar a Pablo Escobar? Así pasa con la ciudad más vituperada al sur de la Florida. Hay cierto morbo que alimenta la fama de los lugares desahuciados, exiliados por la gente “culta”. Sus medradores la han utilizado para verter sus productos tóxicos en sus confines y alimentar la leyenda negra que la acompaña.
Desde su anodina casa en Miami Beach, Meyer Lansky, el más notorio miembro de la mafia judia, creó un complejo y exitoso entreverado de casinos y casas de juego que se extendió hasta la vecina Cuba. Coppola, lo representó en el Padrino II en la figura de Hyman Roth, interpretado por Lee Strasberg. “Me pudiste hacer más simpático”, le habría dicho Lansky a Strasberg, cuando lo llamó a felicitarlo por su actuación. Pero ya Miami había recibido una raya más.
En los 80s, la serie de televisión, Miami Vice, martirizó la ciudad, pintándola por espacio de cinco temporadas –es decir, cinco años seguiditos- como un nido de narcotraficantes estrafalarios y vanidosos, perseguidos por dos detectives antinarcóticos, igualmente estrafalarios y vanidosos. La droga paga bien en Miami, parece anunciar la serie, sobre todo para los dos policías vestidos de Armani y conduciendo Ferraris, que así fueran prestados, le hacían más llevadero el ejercer tan inhóspito oficio. Otra raya para el tigre miamero.
Casi en paralelo -allá en 1983- explotó en las pantallas de cine de los Estados Unidos, la furia resentida del narco Toni Montana en Scarface, película dirigida por Brian de Palma e interpretada por Al Pacino, a punta de gritos y morisquetas amenazantes, que tenía lugar –of all places– en Miami. Tanta malquerencia por una ciudad es infame.
Pero la ciudad sobrevivió a su fama creada, se reinventó convirtiéndose en una metrópolis sofisticada, multicultural, con una feria de arte -Art Basel- de renombre mundial, un bello museo, excelentes espectáculos, librerías acogedoras, antros musicales, buena comida y bebida, un skyline que es un portento arquitectónico y suficiente Spanglish del que tanto gusta el escritor de nacionalidad estadounidense-dominicana, Junot Díaz, ganador de un Premio Pulitzer, cuyo único defecto es vivir en la decadente Nueva York
Pero los dioses no dejan caducar sus maldiciones, y cuando parecía que el mal agüero se había disipado, que finalmente nada mancharía su prestigio, emergieron toda clase de comandantes venezolanos de pacotilla, periodistas alocadas, vendedores de ficticias invasiones gringas, traficantes blandiendo el castro-madurismo como password para atrapar incautos. Los radicales “Miami-venezolanos”: otra raya más para el tigre.
Pero -si en algo vale- puedo dejar clara constancia de que no todos los mayameros somos así -aún los que allí no vivimos-; es una minoría descolgada, también con asiento en Madrid, Bogotá, Washington D.C., entre otras capitales del planeta. La bobera, está bien repartida.
¡Se los juro, la culpa no es de Miami!
@jeanmaninat