Publicado originalmente en: Konzapata
A lo largo del día 12 de abril de 2002 ocurrieron una serie de hechos insólitos en Venezuela. Luego de que una formidable manifestación ciudadana que llegó al centro de Caracas, la tarde del 11, fuera recibida a disparos por funcionarios de la Guardia Nacional y de activistas vinculados al oficialismo, denominados entonces como “Círculos Bolivarianos”, un numeroso grupo de oficiales activos de los cuatro componentes de las FAN se pronunciaron contra el presidente Hugo Chávez, responsabilizándolo por los sucesos. A continuación se produjo una crisis en la línea de mando dentro del Ejército, cuando varios de los jefes de más alto rango no acataron las órdenes presidenciales para activar el denominado Plan Ávila, movilización de fuerzas militares destinadas al control el orden público.
Sin el respaldo de sus camaradas de armas Chávez aceptó, siguiendo el consejo de Fidel Castro que no quería que se inmolara como Salvador Allende, renunciar a la Presidencia.
Pero hubo un pequeño detalle; en su carta de renuncia (que luego despareció) Chávez destituía a su Vicepresidente (entonces Diosdado Cabello) y a su Gabinete de ministros, con lo que el Poder Ejecutivo quedaba acéfalo. En situaciones parecidas en Latinoamérica, los jefes militares recurrían (si no están determinados tomar todo el poder ellos mismos) a las otras fuentes de legitimidad política: El Parlamento o el Tribunal Supremo.
Entonces ocurrió algo extraño, sin que sepa aun quién lo decidió, el presidente de la patronal Fedecámaras, Pedro Carmona Estanga, la madrugada del día 12 rodeado de altos oficiales anunció la constitución de un nuevo gobierno, pese a que él no figuraba en la línea de sucesión constitucional y como civil no ocupaba el más alto rango militar, que ha sido lo usual cuando hay un golpe de Estado.
Sin saber qué y por qué amaneció en el Palacio Presidencial de Miraflores juramentándose como nuevo Presidente y en un mismo decreto suprimió los demás poder públicos. Un golpe de Estado claro y sin atenuantes que las figuras opositoras a Chávez más destacadas no apoyaron.
El insólito y esperpéntico asalto al poder pasando por encima de las formas, conocido como “el Carmonazo”, ha sido el gobierno más corto que ha tenido Venezuela. Ante la evidente ilegitimidad del hecho y ante el riesgo de un enfrentamiento interno del que los militares venezolanos han rehuido por un siglo, la decisión de los oficiales castrenses fue salomónica: Restituir precariamente a Chávez como presidente, así como a los demás poderes públicos. Que del resto se encargaran los civiles.
La aventura constituyente de Nicolás Maduro hoy se parece mucho al Carmonazo. En realidad es SU Carmonazo, puesto que como le gustaba recordar a Teodoro Petkoff, en las democracias las formas son el fondo. Y pese a lo que digan el Tribunal Supremo de Justicia y el Consejo Nacional Electoral, en esta ocasión se están saltando todas las formas.
Es más, si algo está quedando claro es que la pretendida constituyente no va a reflejar el sacrosanto consentimiento de los gobernados. Para que exista democracia debe existir oposición, y lo que Maduro pretende es aplastar a la Oposición
Más allá del mito chavista, lo cierto es que el 14 de abril de 2002, Chávez y la Asamblea Nacional de entonces regresaron porque eran los únicos poderes legítimos. Colocados ante un dilema, los militares venezolanos muy pragmáticamente optaron por no correr riesgos. Eso va a pasar con la actual Asamblea Nacional. Va a ser muy interesante observar si la constituyente (si es que llega a “elegirse” y a instalarse) ratifica en el cargo de Presidente a Nicolás Maduro.