Publicado en: El Universal
Tras cada nueva comprobación del horror que nos acogota, la pregunta cae puntual, infaltable, filosa: “¿y ustedes todavía creen en la salida política?”. Desde las trincheras de la sensatez y contra el abrasivo envión de la indignación, la respuesta tiende a ser una constante: sí, no hay opción más inteligente que la de seguir apelando a la política para desactivar la aberración, la anomalía que los mandamases normalizan. La de los sensatos es porfía cruzada por el convencimiento de que no se puede atajar la crisis con más crisis, que es inhumano pretender conjurar el naufragio con más naufragio. Que dar la espalda a lo que nos define para hundirnos en el marasmo identitario del Gran Otro, la lógica amigo-enemigo, sólo propone involución.
Pero es época de mezquindad tribal, de nervio expuesto y afición por la mordedura; es obvio que la cautela no tiene el sex-appeal que adorna a la exaltación. La plusvalía política de la ira es algo que hoy manosean los extremos con la misma pericia con la que los verdugos del Terror revolucionario, Robespierre, Marat, Couthon o Saint-Just antes lo hicieran. Una guillotina aceitada por el aggiornamento y tan feroz como sus primeros operarios termina interponiéndose entre el problema y su masticado remedio, como si plantarse ante lo inaceptable implicase necesariamente prescindir de la razón. La promesa del desenlace rápido es añagaza tentadora para una sociedad agusanada por la polarización, sí, desvalijada por la frustración. Pese a ello, sobran ejemplos de que tales trampas no son ineludibles.
Frente al desafuero, templanza… pero, ¿cómo hacerlo? El debate a santo de la visita del premio Nobel de la Paz 2015, Hassine Abassi, brinda luces al respecto. El caso de Túnez, lugar donde despunta la Primavera Árabe, ilustra el complejo proceso que inauguró la caída en 2011 del dictador Zine El-Abidine Ben Ali. Un tránsito hacia una democracia condenada a priori por el colapso sistémico y la tarasca de la guerra civil, auguraba todo menos estabilidad. Pero en contraste con la sinrazón que cundió en países de una región entrampada por la anarquía, los apetitos desordenados, las tirrias ancestrales, el caso tunecino brilla por su excepcionalidad. Una sociedad civil comprometida con la consolidación de transformaciones desde la base y resistente a la seducción de los atajos, demostraba así que “la mejor y más duradera solución es un diálogo político entre factores en conflicto”.
Para los promotores del gran acuerdo nacional no fue fácil, cuenta Abassi; “no faltó quien me recriminara que jugara ese papel, tuve que armarme de paciencia y perseverancia”. Lo cierto es que la desconfianza termina diluyéndose frente al aplomado tesón del Cuarteto para articular intereses de los diversos sectores del país, todos pinchados por la aspiración de decidir los giros del propio destino. Tomar consciencia de la proximidad y hondura de la fosa cavada por la entropía fue crucial, claro. “Túnez está en peligro”, la solución está en manos de sus hijos e hijas: allí un mensaje capaz de remover las trabas impuestas por la polarización, por la tiranía del determinismo. “O nos callamos y aceptamos la circunstancia, o asumimos nuestra responsabilidad como ciudadanos”.
El moderado, escribió una vez Norberto Bobbio, “atraviesa el fuego sin quemarse, las tormentas de los sentimientos sin alterarse, conservando la propia medida, la propia compostura, la propia disponibilidad”. A esas mismas candelas nos remite el testimonio del Secretario General de la Unión General Tunecina del Trabajo, las de una serenidad que sin embargo no prescinde del vigor característico de quien se ha propuesto aplicar cincha de sentido común al desafuero.
¿Qué lección podemos extraer los venezolanos de la experiencia ajena? La más importante, que urgido por la perspectiva de ese atasco producto de la estéril, aparentemente irresoluble confrontación entre sectores ensimismados y ganados por la idea de la aniquilación del otro, al centro político incumbe hablar en voz alta, sumar, presionar, exigir, organizarse para promover cambios en paz.
Víctor Álvarez nos premia con una certeza: necesitamos una “conspiración de los sensatos”. Tras el desbarro de la estrategia insurreccional, la profundización de amenazas en el segundo semestre de 2019 -en lo económico, el vencimiento de las licencias de operación en Venezuela de empresas como Chevron, así como el segundo pago del bono Pdvsa 2020; en lo político, el eventual reto que para una AN apalancada en el liderazgo de Guaidó significará la elección de directiva en último año de ejercicio- nos pide actuar conforme a la evidencia, hacer cálculo responsable de haberes y costos, separar el exuberante deseo de la siempre restrictiva realidad.
La sensatez, envés de la locura, indica que sin acuerdos mínimos, un futuro que ya es bastante incierto podría complicarse aún más. Lo otro es aferrarse al controvertible hábito de suicidarse una y otra vez, sin que haya ninguna garantía de resucitar en el próximo tramo.
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