La conquista de la libertad – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

A propósito de la manoseada –y ya francamente insufrible– expresión: “Ese es el deber ser”, de uso tan frecuente y continuo entre los más diversos sectores de lo que va quedando de sociedad (los empleados públicos, los políticos de oficio, los maestros y profesores, los profesionales y técnicos en las más diversas áreas, los policías, los dirigentes sindicales, etc.), la figura del viejo Kant siempre resulta pertinente, a los fines de recuperar la sobriedad del entendimiento y, como consecuencia de ello, la propia condición humana.

Un breve ensayo kantiano, publicado en 1793, lleva por título: “Puede ser justo en la teoría, pero no sirve de nada en la práctica”. En dicho ensayo, hay una frase que bien vale la pena tener presente, sobre todo en esos momentos en los cuales la barbarie y el despotismo parecieran haber triunfado, una vez más, sobre la razón y la libertad: “Un gobierno basado en el principio de la benevolencia hacia el pueblo, como el gobierno de un padre sobre los hijos, es decir, un gobierno paternalista, en el que los súbditos, como hijos menores de edad, que no logran distinguir lo que les es útil de lo dañino, son obligados a comportarse solo pasivamente, para esperar a que el jefe del Estado juzgue la manera en que ellos deben ser felices y a esperar que por su bondad él lo quiera, es el peor despotismo que pueda imaginarse”.

Dos ideologías pugnan entre sí, con el firme objetivo de consolidar su hegemonía a escala mundial: el liberalismo y el socialismo. Dos ideologías, se ha dicho, no dos filosofías. Ambas tienen su punto de partida en presuposiciones –a las que suelen denominar “principios” o “fundamentos”– que dan por sentado –precisamente, por supuestos– su condición de suprema autenticidad y veracidad. Presuposiciones que, en ambos casos, ponen de relieve la sustitución de premisas traídas más de la instrumentalización matemática que de la razón histórica, con lo cual el discurso acerca de la historia de la organización de la sociedad queda exento, nada menos, que de su más genuina determinación, a saber: de su historicidad. Todavía hoy, Hegel, Dilthey, Croce y Ortega tienen mucho que decir respecto de estos “modelos” de interpretación preconcebida que, en no poca medida, acostumbran diseñar mundos tal y como estos deberían ser, dejando la “realidad efectual de las cosas” –como la llama Maquiavelo– fuera de su contexto, transmutando así en sollen sein, nada menos que lo que es en verdad, o sea, nada menos que la wirklichkeit.

Los opuestos, al devenir extremos, se atraen y se identifican. El mayor pecado del socialismo del tiempo presente consiste en invocar una narrativa sobre la historia que carece de toda sustentación histórica, hecha sobre la base de postulados extirpados de los restos moribundos de un supuesto “materialismo dialéctico” que, desde el punto de vista de la filosofía de Marx, quizá pueda resultar materialista, en el sentido más procaz, más crudo del término, pero que –conviene advertirlo– no es ni dialéctico ni, mucho menos, histórico: “El defecto capital de todo materialismo pasado consiste en que el término del pensamiento (Gegenstand), la realidad (Wirklichkeit), lo sensible (sinnlichkeit), ha sido concebido solo bajo la forma de objeto (Objekt), y no como actividad sensitiva humana, como praxis, subjetivamente”. Término del pensamiento, dice el discípulo de Hegel: porque justo donde termina la labor del pensamiento inicia la realidad y, viceversa, donde comienza esta termina aquel. Son los términos de la inescindible relación del sujeto y del objeto, de la teoría y de la praxis. Por cierto, advierte Vico en Scienza Nuova que la expresión “término” quiere decir “ideas, formas o modelos” con los cuales los pueblos gentiles construyeron el mundo de los hombres, o sea, y justamente, la realidad efectiva. De nuevo, Ordo et conectio.

Se le puede imputar, con razón, a la doctrina liberal el hecho de haber comenzado por la supositio de una sociedad de individuos originariamente libres, dueños y señores de su propiedad, con base en la premisa de un no menos supuesto Derecho natural. Porque, como lo es la libertad que está contenida en él, el derecho es, por cierto, un término: no es en modo alguno una dádiva divina, un regalo de la naturaleza, sino un resultado, una conquista de la humana civilidad, un hecho (verum-factum) de la historia. Pero por eso mismo, concebir que los hombres son vástagos de un Estado originario, del cual dependen, no deja de comportar el mismo grado de abstracción ahistórica. “Ni lo uno ni lo otro”, como diría el gran filósofo de Rubio.

El mero formalismo es incapaz de dar cuenta de su propia con-formación histórica, dado que ha sumido el presente en los avatares de la religiosidad de las ideologías. Ideas fijas, sin movimiento, que devienen cascarones vaciados de todo contenido. La palabra sin realidad, sin contexto, sin determinaciones históricas, nada dice, nada es. A la demagogia de los populistas le han quedado las puertas abiertas del templo, de par en par, y la gansteril corrupción puede, ahora, manipular el sentido común a sus anchas. Liberales, socialistas, comunistas y anarquistas asumen la naturalidad del “principio” del derecho de ser libres. Derecho dado o entregado, pero siempre pre-supuesto. Lo que fue una conquista de la humanidad, de su hacer, ha perdido el recuerdo de su calvario, de su sagrada lucha, de su libre voluntad. Nadie debe ni puede esperar que le sea obsequiado lo que solo puede adquirir por su propio esfuerzo. En esto consiste el “ser mejor” que los pupulistas pretenden secuestrar. Confirmar el derecho de ser libre no es obra de seres supremos ni de caudillos militaristas: solo es fruto de la constancia, del insistir, del perseverar, una y mil veces, en la conquista de la libertad. Mientras no se asuma la humanidad y la civilidad como continuo trabajo humano, histórico, la escisión de esencia y existencia seguirá estando presente, especialmente en estos tiempos de barbarie ritornata.

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