Una Sala Constitucional de un Tribunal Supremo “al servicio de la revolución” ha dictado dos sentencias que, sin duda, quedarán inscritas en el libro del horror de la “justicia venezolana”.
Sus magistrados, aprobaron el 27 de marzo de 2017, en oscura ponencia conjunta que no hace honor a su oculto mandante, un texto de pésima redacción, con el cual le han dado un zarpazo a la institucionalidad democrática; se han erigido en jueces penales para calificar como traición a la patria y “agresión al pueblo” un acuerdo libérrimo de actuación de un mecanismo destinado a preservar la democracia y los derechos ciudadanos; han desconocido una vez más a la representación popular; han tergiversado y manipulado la institución de la inmunidad parlamentaria como en los más oscuros tiempos de persecución política; y han anunciado el encarcelamiento arbitrario de los diputados que, gozando además de la inviolabilidad que les otorga la Carta Magna, votaron el acuerdo propuesto en el Parlamento, en ejercicio legítimo de la representación que les dio la ciudadanía el 6 de diciembre de 2015.
La arbitrariedad se cubrió bajo la forma una sentencia y sus autores, con el fin de hacer frente y evitar un presunto “estado de conmoción” que solo ha sido producido por la disparatada decisión, ineficaz y desconocedora de los principios más elementales que sirven de base al acuerdo social que nos dimos los venezolanos, “ordenan al presidente” ejercer acciones internacionales para salvaguardar el orden constitucional y asimismo le “ordenan” revisar toda la legislación penal, a los fines -se supone- de poder reforzar delitos y penas, en procedimientos que conjuren los riesgos que amenazan la estabilidad democrática, dictaminando, de una vez, que habría que reformar también el Código de Justicia Militar, para sancionar -al parecer retroactivamente- los delitos militares que considera “se están cometiendo”.
El enunciado de despropósitos de la decisión del 27 de marzo retrata de cuerpo entero el lado más oscuro que puede presentar un tribunal convertido en árbitro político, sin la más mínima preocupación para salvar alguna apariencia de legalidad.
Pero, la decisión que dictó la misma Sala dos días después, el 29 de marzo, en tres fatídicas líneas, consigna la partida defunción de la Asamblea con la escueta advertencia de “que mientras persista la situación de desacato y de invalidez de las actuaciones de la Asamblea Nacional, esta Sala Constitucional garantizará que las competencias parlamentarias sean ejercidas directamente por esta Sala o por el órgano que ella disponga, para velar por el Estado de Derecho”.
Esto es, para resguardar el Estado de Derecho, la Sala Constitucional lo desconoce sin más y le asesta un golpe mortal a la Constitución, que no subsiste sin separación de poderes y garantía de los derechos, como reza la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.
Ante la situación planteada de un verdadero golpe de Estado contra el poder del pueblo, de un golpe contra la representación popular, de un golpe contra el sistema de libertades, llevado a cabo por el Poder Judicial, se impone la reacción de la ciudadanía que exige respeto a la Constitución y restablecimiento de la democracia.
Sin duda alguna, la conmoción a la que alude la sentencia del 29 de marzo no la ha producido la Asamblea ni sus diputados; la han creado estas insólitas y disparatadas decisiones producto de un régimen que se aferra al poder bajo el signo del autoritarismo “a toga armada”.