Con la consolidación histórica y cultural del Espíritu de las Luces, la doctrina del entendimiento abstracto se fue transformando, paso a paso, en el hilo conductor con el cual se entramó, finalmente, el grueso tejido de la sociedad contemporánea. Desde entonces, tanto las denominadas “fuerzas productivas materiales” como las espirituales –las cuales, simultáneamente comprendidas, configuran el horizonte problemático de las actuales “relaciones sociales de producción”, cabe decir, tanto del ser como de la conciencia sociales–, han devenido más dependientes de su continuo y cada vez más tupido hilvanar. A partir de la Ilustración se instauró un tipo particular de conocimiento, “seguro”, “confiable” e “infalible”; que se eleva sobre “el cielo de los cielos”, para ponerse –positium– como la suprema ciencia erigida sobre la “suma” verdad, lo que equivale a decir: la religión de las religiones del presente.
La “diosa razón” de la Ilustración se hizo, pues, religiosa. Es la nueva “fe del mundo de la cultura”, como dice Hegel, o, más precisamente, su “conciencia desventurada”. Y es que hasta los protagonistas de este dramático entramado conceptual solo pueden ser –y de hecho lo han sido históricamente– tristes figuras de la desventura. Una muestra patética de ello fue “el hombre de las dificultades”, o quizá de las desventuras, aquel “caraqueño universal” –como se le suele decir– llamado Simón Bolívar. Equipararse con Cristo y el Quijote no fue un mero caso. Más que egolatría se trata de un evidente acto de autocompasión. En todo caso, y por más “grietas culturales” que puedan existir, nadie puede poner en duda el entusiasmo de Bolívar ante las ideas y valores –es decir, respecto de los fundamentos conceptuales o de los “primeros principios”– sobre los cuales se elevó el espíritu de su tiempo, traspasado como estaba por el gran movimiento de las Luces.
Queda claro que el hecho de asumir la conciencia desventurada o infeliz tiene, inevitablemente, sus consecuencias. En lo que respecta a las formas del conocimiento, se trata de un instrumento enajenante, extrañado, aunque aparentemente “neutro” y “natural”, de tramar las pre-tendidas formas del saber. Todo lo que toca lo diseca, todo lo secciona, todo lo momifica y a todo le extrae la vida. Sobre su pegajosa telaraña, no parece haber escapatoria posible. Impulsado por la afanosa voracidad del entendimiento abstracto que la orienta, la conciencia desventurada termina impotente ante el logos concreto, al punto de que se puede llegar a afirmar que las formas de la reflexión, heredadas de la Ilustración se han hecho representativas de una mera función intermediadora –“facilitadora”, se le suele decir por estos predios– entre sujeto y objeto.
En lo que respecta a las denominadas formas de la “vida práctica”, vale decir, de ascendencia ético-política, el propio Bolívar da la pauta: “Así pues, os recomiendo, representantes, el estudio de la Constitución británica, que es la que parece destinada a operar el mayor bien posible a los pueblos que la adoptan”. Y cuando se refiere al gobierno de la Gran Bretaña apunta a su modelo de “republicanismo”, porque, en su opinión, “¿puede llamarse pura monarquía un sistema en el cual se reconoce la soberanía popular, la división y equilibrio de poderes, la libertad civil, de conciencia, de imprenta, y cuanto es sublime en la política? ¿Puede haber más libertad en ninguna especie de república? Yo os recomiendo esta Constitución como la más digna de servir de modelo a cuantos aspiran al goce de los derechos del hombre y a toda la felicidad política que es compatible con nuestra frágil naturaleza”.
Lo que Bolívar no dice explícitamente en el citado texto –se trata del conocido Discurso de Angostura– es que la Constitución británica –lo mismo que la norteamericana– se inspira marcadamente en las tesis de John Locke, el filósofo y médico fundador del liberalismo moderno y uno de los más asiduos representantes de la no menos moderna doctrina del entendimiento abstracto. Desde el punto de vista cognoscitivo, no habría ni Hume ni Kant sin Locke. Pero, además, su concepción del republicanismo clásico y su doctrina liberal están, sin lugar a duda, presentes tanto en Voltaire como en Rousseau, dos de los principales héroes literarios de Bolívar. Un cabal seguidor del liberalismo, en consecuencia, es el “padre de la patria” y, además, quien inspirara el llamado “bolivarialismo” que sustenta el régimen actual, el cual se concibe a sí mismo como revolucionario y socialista, es decir, como la antítesis del liberalismo. Como dice Hegel, “el amo es amo porque es reconocido por el esclavo, su autoconciencia se debe a la mediación de otra autoconciencia, la del esclavo”.
El espíritu del tiempo presente yace sumido por el desgarramiento. Es el movimiento duplicado de las autoconciencias. De ahí que el reconocimiento se manifieste de un modo unilateral y parcial, abstracto y falso. Razón suficiente para concebir como un artificio la pretensión de transmutar la exigencia propiamente dicha en un diálogo que nunca lo fue. Para que el reconocimiento en sentido enfático sea real y efectivo “es necesario que lo que el señor hace contra el siervo lo haga también contra sí mismo, y que lo que el siervo hace contra sí lo haga también contra el otro”, es decir, que así como la esencia pone de relieve su esencia en lo no esencial, lo no esencial tiene que poner de relieve lo no esencial en la esencia.
Tiempo de “pecaminosidad consumada”, diría Hölderlin. Tiempo de desventura e infelicidad. Por lo pronto, convendría que los términos de este desgarramiento, más allá de la reflexión impuesta por la insustancialidad, descifraran esa contradicción en los términos presente en un bolivarianismo socialista que se sustenta nada menos que en la doctrina liberal.