A comienzos de los años setenta del siglo pasado, el director de cine italiano Elio Petri retrató –con trágico humor– en su filme La clase obrera va al paraíso, a un grupo de estudiantes de izquierda alternativa que decide apoyar activamente las luchas obreras. Para cumplir con su noble misión, escogen una fábrica y a un obrero, Lulù, interpretado por Gian Maria Volonté, como conejillos de indias para su inmersión en el proletariado.
El trabajador pierde un dedo en un accidente de trabajo producto de la falta de concentración, se estrena como líder, arenga a sus compañeros en contra de la dirección de la empresa, y luego es despedido e internado en un sanatorio mental. Al ser dado de alta, busca la solidaridad de sus compañeros de ruta, quienes lo dejan de lado porque ahora están acompañando las luchas por la renovación de la educación universitaria. Era una trouppe itinerante de apoyo a las luchas populares.
El relato viene a colación con motivo de la acusación que le hizo la coordinadora nacional de Vente Venezuela, María Corina Machado, al periodista César Miguel Rondón, por difundir en su programa matutino las declaraciones del dirigente sindical de FETRASALUD, Pablo Zambrano, quien señaló, entre otras cosas, que la dirigente política habría intentado desviar una marcha de protesta que realizaba el sindicato en contra de la situación de la salud en el país, hacia la autopista donde Vente manifestaba en contra del gobierno. La dirigente política lo negó y exigió, asimismo, derecho a réplica el cual le fue concedido. Curiosamente, el reclamo de infundio fue con el periodista y no con quien dio las declaraciones. Don’t shoot the messenger, dicen los anglosajones.
Nadie puede poner en tela de juicio las buenas intenciones, la necesidad de expresar solidaridad con una lucha justa, de dejar constancia física del apoyo a toda genuina reivindicación social que se levante. Es una actitud más que loable. Pero, las luchas sociales tienen dinámicas propias, dirigentes que muchas veces surgen en medio de la contienda –los llamados líderes naturales– que pueden necesitar de apoyo externo a su causa, pero exigen respeto para los rasgos particulares de su lucha reivindicativa.
El movimiento sindical ha sido –históricamente– especialmente celoso por salvaguardar su autonomía a la hora de formar sus organizaciones, decidir el curso de sus acciones, y representar los intereses de sus afiliados. (No siempre lo ha logrado, o lo ha querido; ha habido dirigentes sindicales corruptos como Jimmy Hoffa, y honestos como Lech Walesa, pero la autonomía está en su ADN histórico desde los primeros Trade Unions que se crearon en el Reino Unido).
Lenin los concebía como correas de transmisión al servicio del partido y de la causa comunista y en contra de los residuos tóxicos de esa concepción se formó la Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL) en 1949. El nombre de la organización es ya un manifiesto de propósitos.
De manera tal que existe una delgada línea roja que hay que saber distinguir –y respetar– a la hora de querer ofrecer apoyo de cuerpo presente, “acompañar” las luchas sindicales, estudiantiles, gremiales o vecinales. Nadie tiene el derecho –por más generosas que sean sus intenciones– a imponer su presencia, a perturbar los tiempos de una protesta independiente –en este caso sindical–. Cada dirigente político emite una seña de identidad, representa una siglas, un programa que le es propio y con el cual manifiesta su “gran amor y compromiso con Venezuela”. Precisamente, por eso, debe ser especialmente cuidadoso, respetuoso, con la autonomía que deberían tener las organizaciones de la sociedad civil. Ese respeto será fundamental en los tiempos de intensas protestas sociales que vienen y debe ser una de las bases de la reconstrucción democrática del país.
Por lo demás, la clase obrera no necesita de copilotos para alcanzar el Paraíso. Ni siquiera de una bendición papal.