Por: Tulio Hernández
Un muerto chavista vale diez veces más que otro no chavista. En caso de muerte natural, porque si el activista rojo abandona este mundo de manera trágica, por ejemplo asesinado, su valor se multiplica por cien.
Es lo que se puede deducir de las maneras como la cúpula en el poder toma decisiones sobre cuántos y cuáles homenajes, honores y reconocimientos debe rendir, no el PSUV que tiene derecho de homenajear a quien quiera, sino el Estado venezolano obligado a reconocer sin distingos ideológicos, en nombre de la nación y sus habitantes, a toda persona que en vida haya hecho grandes aportes al país.
Por ejemplo, si lo medimos por el tipo de manifestaciones y reconocimientos que recibieron al momento de su muerte, en la bolsa de valores funerarios rojos el fiscal Danilo Anderson debe valer unos cien puntos, mientras el gran músico Simón Díaz, el escritor Arturo Uslar Pietri, el rector Pedro Rincón Gutiérrez o el actor Gustavo Rodríguez, por citar al azar cuatro venezolanos de excepción, apenas si deben llegar a dos. Cada uno.
El fiscal Danilo Anderson, asesinado mediante un explosivo colocado bajo su automóvil, fue velado y enterrado como un héroe de la patria. Un mártir de la revolución. Una víctima del imperio, la oligarquía colombiana y la oposición “apátrida”. Tuvo velatorio en la Asamblea Nacional, traslado en cortejo multitudinario hasta el Cementerio del Este, condecoraciones post mortem, miles de afiches impresos con su rostro, poderosas salvas militares al momento del entierro y todo cubierto con transmisión en vivo por la televisión gubernamental.
Díaz, Uslar y Rodríguez tuvieron entierros discretos, sin ningún reconocimiento público por parte del Estado venezolano y su presidente, ni siquiera la asistencia de algún funcionario de rango, el ministro de Cultura, por ejemplo, y en algunos casos ni una modesta corona en señal de gratitud.
Igual ocurrió con Perucho Rincón. En Mérida, en donde la universidad es la institución fundamental, ni el gobernador del estado hizo presencia pero en cambio los estudiantes de la ULA, en gesto de afecto por quien fuera su más querido rector, lo llevaron en hombros hasta el cementerio.
Lo irónico es que pasado el tiempo Danilo Anderson se fue convirtiendo en un mal recuerdo. Luego de su muerte se le asoció a hechos bochornosos de los que ya nadie quiere saber. Y, hasta el día de hoy, no ha parecido prueba alguna que inculpe en su crimen a la oposición, el imperio o a Uribe. En cambio, la obra y la memoria de nuestros cuatro ejemplos está allí, sólida, tangible e impoluta.
En los últimos meses la historia vuelve a repetirse. La bolsa de valores funerarios rojos opera de nuevo. Para el diputado Robert Serra, asesinado a puñaladas en confusas circunstancias cuando aún no llegaba a los 30 años: 100 puntos. Para el escritor y ex presidente de la República, Ramón J. Velásquez, un hombre casi centenario: unos 4 o 5.
Al doctor Velásquez, autor de una colosal obra de recuperación y conservación de la memoria histórica venezolana, el gobierno por lo menos le envió una corona y al final una pequeña tropa del Ejército rindió escuálidos honores y lanzó unas fofas salvas más débiles que cualquier fuego artificial decembrino.
En el caso de Serra, en cambio, el presidente declaró sin titubeos tres días de duelo. Héroe de la patria. Mártir de la revolución. También velado en el Palacio Federal con honores de jefe de Estado. Condecorado post mortem. Una misión ya lleva su nombre y una orden al mérito también. Aunque los móviles del asesinato se hacen cada ve más confusos y turbios.
Pero eso no importa. El sectarismo rojo es infinito. Su incapacidad para reconocer la grandeza de los otros también. Pero el tiempo es sabio. Pone las cosas en orden. Y, algún día, esa Santísima Trinidad conformada por Anderson, Serra y Otaiza, el otro activista rojo asesinado este año en similares extrañas circunstancias, será a un mismo tiempo prueba y alegoría de la ética, la estética y el modus operandi de una era venezolana.