“La filosofía gobierna las representaciones y estas gobiernan el mundo. A través de la conciencia, el espíritu penetra en el dominio del mundo. Ese es su instrumento infinito. Después vienen las ballonetas, los cañones, los cuerpos de tropa, etc.”. Son palabras de Hegel, que muy difícilmente llegaran a ser conocidas por Gramsci, preso como estaba en la cárcel fascista, en este caso, no en la de “Ramo Verde”, sino en la de Turi. Y sin embargo, los términos de “guerra de movimiento” y “guerra de posición” son de factura gramsciana, y fueron concebidos por el filósofo italiano para explicar la diferencia fundamental que caracteriza las culturas políticas en Oriente y Occidente, directamente relacionadas con el desarrollo que en la una tiene la sociedad política respecto de la sociedad civil y viceversa. A mayor concentración de poder político-militar –a mayor aplastamiento de la ciudadanía– se impone la coerción. A mayor desarrollo de la sociedad civil resulta cuesta arriba el intento de imponer un tipo de sociedad “por la fuerza”, y el modo de establecer la hegemonía de las relaciones políticas y jurídicas tiene, necesariamente, que fundarse sobre la base de un sólido, robusto y firme consenso.
Considerar el tiempo presente como resultado del absoluto dominio del izquierdismo tout court en el planeta –curiosa y paradójicamente, después de haberse decretado, durante los años noventa, el “fin de la historia” y “el ocaso de las ideologías”–, además de superficial, es, cuando menos, ficticio y, por eso mismo, sospechoso. Mucho ruido, pero muy pocas nueces. Más bien, y no sin prudencia y sobriedad, conviene pensar en la necesidad de no confundir, por ejemplo, a Gramsci con los extremismos característicos de las diversas modalidades del anacronismo bolchevique, ni, mucho menos, al presidente Obama con il cardinale Bergoglio, los Castro, la teología de la liberación, el foro de Sao Paulo, en fin: con la indeterminabilidad propia de “una noche en la que todas las vacas son negras”. Para ser honestos, si se tuviese que suponer que el actual estado de cosas encuentra su explicación en una disputa “a cuchillo” por el poder mundial entre el bolchevismo y el menchevismo, sería mejor introducirse de una vez por todas en el universo de las aventuras de “Marvel Timely”. Pero ello representaría, de entrada, el tener que hacer una gran concesión a quienes muestran carecer de imaginatio.
Querer presentar la teología de la liberación del papa nero como la fiel seguidora de las enseñanzas de Gramsci no solo hace indebidamente meritoria semejante “positividad religiosa” –como la llama Hegel–, tan llena como está de frases huecas, simplicidades, mediocridades e hipocresías, sino que coloca a los estudios gramscianos en un auténtico embrollo conceptual. En síntesis, todo un “paquete chileno”, como se decía en los tiempos en los que la decencia era la norma superior de un país orgulloso de su modo de ser, pensar y decir. Nada, pues, más lejano al fundador de la filosofía de la praxis contemporánea que el interés por convertir la llamada “guerra de posición” en instrumento de morbo doctrinal, re-torciendo el pensamiento in fierihasta convertirlo en cartel publicitario, o en fútil manual de recetas y otros cocidos para el usuario.
Entre lo convencional y lo superficial, y siempre asistidos por el voraz –atroz– pragmatismo, la inadecuación se derrama por cada uno de los bordes de una “mesa de diálogo” coja y en creciente desnivel, trastornada por el exceso –grietas en el piso– de tecnicismos. Triste espectáculo el de una nación que ha trasmutado las ideas en hervido de lugares comunes. Un diálogo que carece de sustancia no lo es, porque ha perdido por anticipado aquello que le da sentido y significación. La manía de querer “ganar tiempo” fuera de tiempo, abstrayéndose de las necesidades reales e inmediatas de la historia, es una prueba irrefutable del desquicio actual, que pone de relieve la máxima pobreza espiritual, tal vez, la peor que se haya tenido hasta ahora. Una determinación más de la bancarrota universal –concreta–, del doloroso desgarramiento de un tiempo signado por la miseria, a la que Hölderlin no duda en calificar de “menesterosidad consumada”.
Frente a semejante “estado de cosas”, y por otra parte, las “robinsonadas” propias de las representaciones doctrinarias liberales, no son, por cierto, menos abstractas y carentes de sustancialidad que las del llamado comunitarismo. De tal manera que las disputas actuales no son, como se cree, una suerte de degradé socialista entre el bolchevismo y el menchevismo, sino, más bien, la real oposición del primado individualista y el comunitarista. La fantasía de ser “libre por naturaleza” es, en el fondo, dialécticamente idéntica a la reciente exhortación bergogliana hecha en Cuba, según la cual la pobreza, no sin orgullo, debe celebrarse y hasta exaltarse. A pesar de “aparecer”como discursos de y en confrontación, como extremos irreconciliables, tanto el del socialista como el del liberalista tienen un mismo principio: el hecho de dar por sentado, de pre-suponer, más allá de toda relación histórica y social, una fictio, un espejismo: de nuevo, una fantasía con pies de barro. El “había una vez” –premisa de rigor de todo cuento– soporta, en ambos casos, el alambicado constructo de lo uno y de lo otro, que, al final, termina vendiéndose –e ingenuamente comprándose– muy caro, revestido con la pomposa toga de la “pura racionalidad” científica. Es obvio: el entendimiento abstracto tiene las manos metidas, hasta los codos, en todo este gran guiso de las novísimas “sacras teologías reveladas” que bullen en medio de este oscuro inicio de milenio. Milenio de Trump y Putin, de Brexit y nóbeles de cotillón.
Nihil novum sub sole: “En la naturaleza no sucede nada nuevo bajo el sol; por eso el espectáculo multiforme de sus transformaciones produce hastío. Solo en las variaciones que se verifican en la esfera del espíritu surge algo nuevo”. Que se sepa, ni la libertad ni la condición ciudadana ni la civilidad crecen como los hongos. La batalla del espíritu consiste en conquistar un destino superior a lo meramente natural. Solo si se hace se es: ni la libertad ni los derechos sociales ni la democracia son un “algo” dado, una dádiva divina, un “ser-ahí” que se gana sin esfuerzo ni sacrificio. Ser individuo y ciudadano, ser parte y todo, son un resultado, no un abstracto punto de partida. En ello no hay cuentos ni “había una vez”. Sólo el esfuerzo, el trabajo, la continua “guerra de posición” –la “paciencia del concepto”–, da resultados objetivables. Ora et labora: se ruega, pero se maldice. Las cosas bellas, decía Platón, siempre son difíciles.