Nada más perverso que la apariencia de legalidad para encubrir atropellos a la propia ley y a un Estado que se denomina –hasta ahora– de Derecho y de Justicia.
Entre nosotros, el gobierno se ha esforzado, cada vez con más torpeza, en revestir sus actos bajo el amparo de la normas de la Constitución, permanentemente exhibida como fetiche o amuleto que trata de espantar cualquier sospecha de la arbitrariedad que, precisamente, se ha constituido en el signo de nuestra realidad y en la expresión del poder que se ejerce sin ningún contrapeso.
Entre estas expresiones de los disparates revestidos de disfraces legales se encuentra la destitución de los alcaldes de la oposición a quienes se les somete a “juicios” por desacato o pretendida desobediencia a la autoridad ante órdenes de imposible cumplimiento para contener el derecho a la protesta ciudadana.
A estos fines se recurre a la interposición de acciones de amparo, admitidas con celeridad inusitada y a la consiguiente medida cautelar que impone restituir el orden perturbado aunque ello escape a su competencia. Pero, al no producirse de inmediato el cumplimiento de lo ordenado, de imposible ejecución, se procede a enjuiciar al alcalde, por aplicación de la norma penal contenida en el artículo 31 de la Ley de Amparo que sanciona con prisión de seis a quince meses a los autores del hecho punible.
Pero, el detalle más resaltante está en que la Sala Constitucional, a partir de los casos Scarano y Ceballos, por obra y gracia de los poderes absolutos asumidos, convirtió el delito en “ilícito judicial inconstitucional”, atribuyéndole una sedicente naturaleza administrativa sancionatoria que conoce la propia Sala, la cual, en juicio sumario y, en una sola audiencia, pronuncia la sentencia condenatoria de prisión, sin recurso alguno, la cual no solo implica la inmediata privación de libertad por un hecho que el COPP califica como de menos grave, sino que acarrea las graves consecuencias del cese en el ejercicio del cargo y la inhabilitación política del condenado.
De esta manera, la Sala Constitucional, convertida en tribunal penal, ante un hecho punible que exige un juicio penal ante un juez con esa competencia, a los fines de hacer expedita la aplicación de la sanción de la prisión, sin garantía alguna procesal, sin intervención del Ministerio Público y, con las gravísimas consecuencias antes señaladas que, en definitiva, implican la pretendida muerte política de un funcionario elegido por el pueblo.
Con tan insólito, absurdo y disparatado procedimiento, se ha dado con la llave para liquidar, de una sola vez, la voluntad popular, obviando las garantías del proceso penal, en la muestra más evidente de un fraude a la Constitución, de una manifiesta violación de la libertad individual y del más descarado desconocimiento del derecho a la democracia que impone el respeto a la expresión de la soberanía popular, reducida a una mera fórmula que solo equivale a la soberanía del gobierno.