Por: Luis Ugalde
Es un gran escándalo histórico la expulsión en 1767 de 2.600 jesuitas de América (una veintena del actual territorio venezolano) por la despótica real gana del monarca español. Luego, siglo y medio (1767–1916) en Venezuela sin ningún jesuita. En los días de la Independencia, Miranda tenía una lista de casi 300 (ya ex jesuitas luego de la supresión papal) para traerlos como educadores a la soñada América Independiente (que llamaba Colombeia en honor a Cristóbal Colón). Juan Germán Roscio, coautor del Acta de la Independencia y Vicepresidente de la Gran Colombia, escribía en su cárcel española que la razón del “decreto bárbaro” de la expulsión de los jesuitas fue su defensa del derecho de los pueblos a exigir cuentas a los reyes, rebelarse contra los tiranos y darse nuevos gobiernos.
Durante el primer siglo de la República no hay jesuitas. Algunos creen que Guzmán Blanco los expulsó. No hay tal, pues no había. Él sí expulsa a todos los obispos, prohíbe las órdenes y congregaciones religiosas, cierra los seminarios, elimina la autonomía económica de la Iglesia para tenerla sumisa y servil a su poder. Fue José Tadeo Monagas quien en 1848 decretó la prohibición de los jesuitas para que tan funesta influencia no entrara a nuestro país. El dictador Gómez dio permiso en 1916 para que llegaran dos, sin hacer ruido, a fortalecer el escuálido seminario, base de la reconstrucción de la Iglesia venezolana desde sus ruinas. Los dos primeros llegaron con la orden de identificarse como sacerdotes, pero no como jesuitas.
Muerto el dictador, a algunos jóvenes dirigentes políticos (a tono con la moda internacional) les parecía de importancia revolucionaria en 1936 la expulsión de los pocos jesuitas que trabajaban en el seminario, en los colegios S. Ignacio y S. José de Mérida, y evangelizaban en los sectores pobres del oeste de Caracas y en la iglesia de S. Francisco. El debate sobre la expulsión de los jesuitas se volvió a prender en la Constituyente de 1946-47, como si con ello se lograra la felicidad de la patria. En 1938, un par de jesuitas convencidos de que estaba naciendo una nueva Venezuela de rumbo incierto, crean la revista SIC para aportar al debate la voz de la Iglesia y la sal del Evangelio. La formación del clero, la de laicos católicos en los colegios y grupos universitarios, la siembra de una nueva conciencia de justicia social en los obreros, campesinos y jóvenes a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia y la creación de casas para los Ejercicios Espirituales de S. Ignacio, serán los cuatro pilares de su acción.
A pesar de la amenaza de expulsión, avanzan las iniciativas más audaces y trascendentes como la fundación de la Universidad Católica Andrés Bello en 1953, y desde allí, Fe y Alegría en 1955 en Catia y Petare, en alianza con las poblaciones más necesitadas. Hoy 300.000 venezolanos se forman en Fe y Alegría, 30.000 en universidades de iniciativa jesuita (UCAB-Guayana, UCAB-Caracas, UCAT y cinco IUJO de Fe y Alegría). Nada de ello es posible sin decenas de miles de laicos convencidos y movidos por la misma visión y espiritualidad ignaciana, pues los jesuitas activos hoy no llegan a 100 y nunca pasaron de 160.
El Concilio Vaticano II (1959-65) de Juan XXIII acentuó la necesidad de conversión de la Iglesia al Evangelio para hacerse más creíble como servidora del mundo (no competidora de los poderes), desde la vivencia de Jesús que renueva las fibras más profundas de todo ser humano. Se inicia un renacer de la Iglesia, y con ella un profundo cambio en los jesuitas, bajo la dirección del P. Arrupe que invita a los ignacianos a formar personas “que no conciban el amor a Dios sin amor al hombre; un amor eficaz que tiene como primer postulado la justicia y que es la única garantía de que nuestro amor a Dios no es una farsa”. Muchos se escandalizaron. En el medio siglo postconciliar, los jesuitas no son acusados de reaccionarios, sino de subversivos y comunistas; vendrán persecuciones, exilios y asesinatos de nuevo signo. En América Latina una docena son asesinados en 10 años por dictaduras militares y otros muchos fueron expulsados. Difícil discernimiento y conversión con fuerte controversia dentro de la Iglesia y en la propia Compañía de Jesús. Las ideologías palidecen ante la donación de la propia vida. “En todo amar y servir” nos dice S. Ignacio. A la luz de los hechos, parece que el renacer ignaciano en Venezuela no produjo, gracias a Dios, los terribles males que algunos temían.