En verdad, revestirse de una apariencia de legalidad es la tentación de quien se encuentra en el poder y, como en el mundo globalizado un número importante de países se muestra de acuerdo con la apertura democrática, los gobernantes se exhiben como respetuosos del Estado de Derecho que sirve muchas veces como disfraz de un derecho de Estado, de fuerza o de imperio, no de la ley, sino de la voluntad de un hombre.
Pero, fuera de la propaganda oficial, la garantía de los derechos humanos y el equilibrio de los poderes es la clara señal de un sistema apegado a la ley, que exige, sin más, el absoluto respeto a la representación popular plural que se refleja en el Parlamento.
Este respeto no se concreta en simples formalismos, sino que demanda la más efectiva libertad para los parlamentarios elegidos y proclamados de manera tal –a mi juicio– que el talante democrático o autoritario de un régimen queda de manifiesto por el reconocimiento a la voluntad del pueblo a través del ejercicio, sin cortapisas, de la actividad de sus representantes, expresada a través de la protección conocida bajo el nombre de “inmunidad parlamentaria”, por la cual los diputados –en nuestro caso– no pueden ser coartados, de forma alguna, a los fines del ejercicio de sus funciones.
Por lo expresado, en el pasado y en el presente, al margen de los discursos de ocasión, se puede afirmar que hay plena democracia si se respeta la representación del pueblo en el Parlamento y se protege en forma amplia la inmunidad de los integrantes de la Asamblea; y no hay democracia, sino autoritarismo, cuando se desconoce la libertad plena de los parlamentarios.
Quienes hoy se desempeñan como gobernantes, no se cansan de hablar de las persecuciones y abusos de otros tiempos pero, a la vez, incurren en los peores atropellos contra cualquier disidente, por el hecho de serlo. Esto se manifiesta de manera evidente en el reconocimiento o desconocimiento de la inmunidad.
El gobierno de Betancourt, en los primeros años de la etapa democrática, en 1959, ante los ataques de factores de la izquierda radical que se asociaron con otras fuerzas para arremeter contra el sistema, trató de desconocer la inmunidad parlamentaria, inventando el artificio leguleyesco de una pretendida autonomía del delito militar, para hacer presos, sin antejuicio, por rebelión militar, a los senadores Pompeyo Marquez y Jesús Farías y a los diputados, todos adversarios políticos de “izquierda”, elegidos por el pueblo, Gustavo Machado, Simón Sáez Mérida, Domingo A. Rangel, Guillermo Garcia Ponce, Jesús María Casal, Jesús Villavicencio, Eduardo Machado y Pedro Ortega Díaz, tesis que fue descartada en 1976 por una sentencia de la Corte Suprema, en la cual, como lo relata la excelente obra de Rafael Simón Jiménez sobre la Inmunidad parlamentaria en la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (Vadell Hnos. 2011), a propósito de los cargos que se le formulaban a los diputados Salom Meza Espinoza y Fortunato Herrera por la presunta colaboración en el secuestro de Williams F. Niehous, a petición del fiscal Ramón J. Medina, sentenció “que era indispensable el antejuicio no solo cuando se trata de delitos de derecho común, sino también de delitos de tipo militar”.
Ahora, lamentablemente, y no se qué dirán “amigos de la izquierda, hoy en el gobierno”, el nuevo TSJ ha limitado y degradado la inmunidad, afincándose en la literalidad de la expresión “en el ejercicio de las funciones”, haciendo caso omiso del tiempo y de su extensión desde la proclamación hasta el cese del mandato o la renuncia del mismo, y dándole a una pretendida flagrancia la fuerza que no tiene, para justificar el atropello al fuero parlamentario.
En una triste, desafortunada, oscura y retrógrada decisión, el TSJ, con los votos salvados para la historia de Levis Ignacio Zerpa, Pedro Rondón Haaz y Blanca Rosa Mármol, se ha pretendido sepultar la institución y se abrió el camino para negar una prerrogativa, no de un diputado, sino del pueblo soberano, a quien hay que devolverle el poder.
Levis Ignacio Zerpa, con absoluta claridad, como lo recoge Rafael S. Jiménez, deja constancia de contundentes e irrebatibles afirmaciones con las cuales sostiene la exigencia del antejuicio, aun en el caso de pretendida flagrancia, la necesidad de preservar el derecho a la defensa, la exclusiva competencia del TSJ para conocer de las imputaciones contra un diputado y, lo que considero de extrema importancia, el papel del máximo tribunal de la República que no tiene atribuciones, en ninguna de sus salas, para modificar o cambiar el texto de la carta magna, poder que solo corresponde al pueblo de Venezuela a través de una enmienda, reforma o Asamblea Nacional Constituyente.
Blanca Rosa Mármol y Pedro Rondón Haaz, igualmente, formularon atinadas observaciones al horrendo fallo “contra legem”. La primera se pronuncia en el mismo sentido de la exigencia del antejuicio de mérito para procesar a un parlamentario, incluso, en el caso de una supuesta flagrancia; y el segundo, con absoluta pertinencia, pone de manifiesto el error grave de la Sala al afirmar que la sorpresa infraganti supone la certeza procesal de la autoría de un delito, formula críticas por el adelantamiento de opinión sobre la inocencia o culpabilidad del procesado y, en definitiva, califica de grosera violación del debido proceso la decisión del caso sometido a la Sala.
Este debate sobre la inmunidad vuelva a estar sobre el tapete, con motivo de las amenazas contra diputados principales y suplentes y, de nuevo, el TSJ asoma su temible precedente como expresión de los juristas del horror desatado, no contra los diputados, sino contra la voluntad popular que ha querido proteger y resguardar de toda acción temeraria, interesada y antidemocrática a su legítima representación, aun a riesgo de algún caso de impunidad.