Muchos gobiernos que se autocalifican de izquierda, como si eso fuese una patente de corso para hacer lo que les plazca, pretenden obligar a otros a una solidaridad automática por serlo, incluso cuando resulte obvio que se han convertido en regímenes dictatoriales de corte más bien fascista.
Es bueno recordar de dónde proviene la distinción política entre grupos de izquierda y de derecha. En la Asamblea Nacional de la revolución francesa en 1789 se basó esa clasificación por el lugar en el que se sentaban las bancadas políticas, a la izquierda del presidio los que querían cortarle la cabeza al rey y a la derecha los que vetaban esa bárbara medida.
En América Latina, arrastramos desde 1830 esa dicotomía y tratamos de insertar en ella diversas expresiones de los gobiernos que hemos tenido. En un principio, de derecha eran las dictaduras militares y de izquierda las democracias. Luego de la revolución cubana, fueron de izquierda los aliados del castrismo y de derecha los que no lo eran.
Hoy, en un mundo globalizado, esa distinción carece de sentido, ya que la realidad económica y social impone soluciones novedosas a los problemas de las respectivas sociedades, que van mucho más allá de una anacrónica distinción ideológica.
En nuestros días, lo que debe tomarse en cuenta es qué gobiernos están en condiciones de generar el mayor bienestar posible a sus ciudadanos, dentro del marco de un sistema democrático que favorezca la libertad, la justicia y la igualdad ante la ley.
Pretender justificar desmanes autoproclamándose de izquierda es un dislate residuo de las luchas de los años sesenta en la llamada guerra fría.
Hoy lo importante es detener la tendencia creciente a gobiernos autoritarios, antidemocráticos, que proclaman -más no respetan- los derechos humanos, y cuyo único fin es perpetuarse en el poder.
Llamarse de izquierda es en la actualidad solo un antifaz que ya no cubre el rostro de las neodictaduras.