De siempre, incluso antes de la emancipación de España, en Venezuela ha habido aprovechadores de oficio, sinvergüenzas oportunistas que han sabido acercarse al poder o montarse en él y ganar muchos cuartos a partir de asuntos fraudulentos. Eso no es nuevo. La diferencia entre la situación actual y anteriores épocas está en la clase de Estado/Gobierno. La Corona Española y sus provincias extra peninsulares tenían un elaborado concepto de estado. Con estructura. Leyes. Códigos. Que de tan inflexibles producían que el sistema no tuviera la elasticidad necesaria y por consecuencia generara espacios paralelos que eran colonizados por astutos vagabundos, muchos de ellos avezados en las artes del embaucamiento. Pero el objetivo principal del estado español no fue la fortuna, aunque la tuviera en abundancia.
El régimen autocrático de Maduro no es un gobierno como definen todos los libros de Ciencias Políticas. Es un negocio. Codicioso. Obsceno. Procaz. Prosaico. Que fue extraordinariamente próspero y que aún en esta economía recesiva sigue siéndolo. Concebido entonces como un negocio, todo es estructura en torno al poder precisamente para propiciar la frondosidad del negocio. Leyes, decretos, acciones, decisiones y ahora el derrocamiento de la Constitución vía una salvaje Constituyente que banaliza todos los preceptos democráticos es el entramado creado para garantizar que este gobierno, que es un negocio, siga produciendo espacios seguros para que esas mafias dominantes continúen en el poder y puedan enriquecerse todavía en mayores proporciones. La motivación de la élite actualmente aposentada en palacios y cuarteles, ese protoplasma viscoso y extraño que tanto nos ha costado entender, no es el país, o la Patria, o los valores cívicos, e el bienestar social, o la prosperidad de la ciudadanía, o hacer algo para sofocar la miríada de calamidades que hacen sufrir a millones de venezolanos. No es tampoco el placer orgásmico del poder como tal, cómo pudo sentir por ejemplo un hombre como Stalin. No es tampoco un asunto ideológico, como ese que marcó la vida política de hombres como Mao o Krushov. El estupro que se perpetra día con día contra los venezolanos decentes tiene signo de dólar, de euro, de bitcoin. Buscaron el poder como vía para alcanzar el dinero. El pueblo, ingenuo, ha sido un utensilio. Se le ha engañado con vileza. Se le ha sobado las emociones. Ha sido manipulado con drogas de promesas y mentiras perfectamente perfiladas. Es un ejercicio de cinismo perfumado de altruismo, cuya trama se desarrolla con un lenguaje a ratos violento y a ratos almibarado que disfraza el verdadero objetivo: el negocio. Esa enorme falsedad le fue vendida con notable eficiencia no sólo a la masa popular sino, también, a miles de dirigentes políticos y sociales que creyeron sinceramente en un discurso exaltado de reivindicación y justicia social con el cual se armó una narrativa seductora explayada sin miramientos en todos los medios. El país, incluso el país opositor, cayó en la trampa. Las discusiones por años han girado alrededor de temas políticos, sociales y económicos que distraían a todos de los verdaderos asuntos que tramaban en las trastiendas, en las mullidas butacas de los vuelos privados, en los pasillos de otros países que se montaron en las trapisondas.
Hoy Venezuela ya no es un país. Ni una nación. Ni una patria. Es un ente. Saqueado. Magreado. Estropeado en su más íntimo ser. Lo que vemos es los restos, lo que queda tras la criminal actuación de piratas. Un espacio geográfico contagiado de un odio que se coló por todas rendijas, un sentimiento absolutamente perverso que para quienes lo inocularon fue el medio y para los inoculados el fin. El poder de los palacios y cuarteles no tiene tan solo en su haber los muertos por las protestas. Tiene manchadas las manos y el alma de miles de muertos, víctimas de una inseguridad no evitada y muy fomentada. Tiene sobre sus hombros la destrucción de miles o cientos de miles de industrias y comercios; la conversión de la educación en un escenario de trifulcas en el cual el conocimiento y la formación no tienen cabida; la trivialización de los sufrimientos causados por la insalubridad producidos por las enfermedades de la corrupción y la negligencia. Pesa sobre ese poder apoltronado el haber convertido a Venezuela en un corporativo entramado de franquicias de El Pez que Fuma.
Pero (siempre hay un pero) una nueva élite de pensamiento republicano se pone de pie. Inteligente. Corajuda. Decente. Élite no es el grupo que tiene dinero. Élite es el deportista de primer nivel que avanza a pesar de los pesares. Élite es el educador que a sus alumnos les dice “déjenme explicarles” aunque reciba un salario anoréxico. Élite es el entusiasta empresario que no se rinde y busca maneras de sobrevivir a sabiendas que esto va a pasar. Élite es la familia que así sea en derredor de una sopa aguada encuentra espacio emocional para estar junta. Élite es el científico que sigue pensando, el escritor que no acepta la mediocridad, el periodista que se planta frente al palangrismo, el estudiante que consigue tiempo para protestar y estudiar, el agricultor que ara su tierra y no permite que sus verduras se mueran aunque tenga que fertilizarlas con ingenio. Élite es el político con visión de futuro para quien lo importante no es el poder sino lograr la autoridad. Todos esos, y muchos más, son élites. Invencibles. En su cínica soberbia, el poder apoltronado no las ve.
@solmorillob