“Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible” es frase comúnmente atribuida a Rafael Guerra Bejarano, Guerrita, matador cordobés, considerado el “segundo Califa del toreo”, a quien muchos andaluces (eso sostenía con gracejo el entrañable filólogo granadino, devenido en publicista Mauricio Gómez Leal, QEPD) endilgan sentencias que, seguramente, nunca pronunció –sería el caso de “Hay gente ‘pa tó” que, supuestamente, espetó a Ortega y Gasset al enterarse de qué venía eso de ser filósofo y dedicarse a pensar–, pero cuya autoría corresponde a Charles Maurice de Talleyrand –príncipe, conde, duque, par de Francia y quién sabe cuántos títulos más, que, vamos, ni la duquesa de Alba–, y nos plantea una definición, quizá tautológica, del adjetivo “imposible”, que la Real Academia despacha, perogrullescamente, en dos palabras, “no posible”, y María Moliner en ocho, “lo que no se puede hacer ni conseguir”.
La aseveración del influyente diplomático francés nos sirve de introducción a esta especulación, acaso impertinente, sobre imposibles que no lo son tanto e improbables que tampoco lo son, y viene al caso ahora, cuando la banda de los cuatro (Istúriz, Cabello, Rodríguez y Lucena) apadrina la resistencia anticonstitucional y hace lo indecible para impedir, con el apoyo de las FANB y bandas paramilitares, la revocación de Maduro. Es imposible orinar tosiendo y echar leña al fuego sin que chisporroteen las llamas.
Stephen Hawkins sostiene, creo y si no leí mal, que “el viaje a través del tiempo no es un imposible y no es cuestión de física, sino de perspectivas y dinero”. Imagino que podrá probar tal aserto con sesudos alegatos que aquí no tienen cabida; lo que sí debemos es reflexionar en torno a lo que él sugiere: que las imposibilidades son pasajeras; lo inalcanzable hoy, mañana será una tontería. La historia está plagada de imposibles hechos realidad. Cuando se pensaba que había chavismo para rato, el desaliento ante semejante probabilidad fue superado por el consenso democrático, al punto de que ahora se juzga improbable su subsistencia más allá de un eventual referendo.
Es una anomalía, aunque no una imposibilidad, nombrar senador a un equino. Calígula lo hizo –también logró, sin proponérselo algo que lucía inviable: catapultar a su tío Claudio, apodado el idiota (no lo era para nada, y lo probó con sus escritos y gestión), al trono imperial–; sí, “botitas”, tal es el significado de cáligas, apelativo que endosaron los pretorianos al hijo del gran Germánico, distinguió a un pura sangre, de nombre Impetuoso (Incitatus, en latín), con una curul en el Senado romano; lo inverso suena impracticable, pero, por estos pagos caribeños, “el Caballo” Fidel puso a un figurón a la cabeza de su protectorado. Un fantoche con vocación de mula que, para rimar ripiosamente con su apellido, se está haciendo el duro.
Se presumía que los milicos no saldrían de sus cuarteles para romper el hilo constitucional después de los fallidos y cruentos intentos de derrocar a Betancourt; 40 años más tarde, el gorilón astro inmarcesible no pudo hacerse del poder apelando a la violencia para asesinar al presidente Pérez –que era el desiderátum de su conjura–, y, sin embargo, la antipolítica y la abstención le condujeron donde llegó y quiere quedarse su propina. Con base en esa obstinación, y en vista de que los 14 motores lo único que han hecho es pistonear, se ha decretado un estado de excepción y emergencia económica. Una novedosa denominación para emperifollar la vieja maña de suspender garantías, instaurar censura y legalizar la represión y la tortura. Se ha habilitado una dictadura pura y dura, con apoyo de una logia marxistoide enquistada en la FANB. El mencionado Talleyrand aseguraba que “un arte importante de los políticos es encontrar nombres nuevos para instituciones que bajo sus nombres viejos se han hecho odiosas al pueblo”. Con esta última afrenta a la ciudadanía, Maduro le da la razón.
En los “procesos revolucionarios” suelen inventarse razones y culpables a fin de justificar fracasos y generar, a tono con Lenin, las “condiciones subjetivas para el cambio”, lo que se traduce en cruzadas propagandísticas o proselitistas de pavorosas consecuencias. Tras el fiasco del “gran salto hacia adelante”, Mao Tse-tung (ahora se estila escribr Zedong) puso en marcha la “revolución cultural”, una demencial campaña de desafueros que terminó de desacreditar la versión amarilla del socialismo, y engrosó el inventario de razones para cuestionar el comunismo. Nicolás no es Mao, ni ha leído a Lenin, ni a Trotsky ni mucho menos a Gramsci. De modo que, aquí, nanay-nanay con revoluciones en la revolución. Tampoco con excepciones o conmociones. Aquí, si la regencia obstaculiza el revocatorio, debemos ser realistas e “intentar una y otra vez lo imposible, para que pueda surgir lo posible”.