Cuenta Jorge Luis Borges que, después de hondas disquisiciones, envuelto en reflexiones metafísicas y poético-literarias, cierto simbolista francés de dudosa reputación, un tal Pierre Menard, tomó la audaz decisión de escribir –en realidad, de re-escribir literalmente– El Quijote.Fue aquella una empresa compleja: se trataba del intento de reflejar, ni más ni menos, la imagen de una imagen compuesta de infinitas imágenes. No había absurdo en la empresa. Su logos era impecable y, por demás, coincidía con el de El Quijote: un juego interminable de múltiples espejos –o, si se quiere, de incontables ficciones contadas– en el cual quien mira es, a la vez, mirado ad infinitum. El libro de los libros, el una y otra vez escrito, el siempre escribible. El discurso de las armas y las letras. En última instancia: la dialéctica de ficción y realidad. El artificio, la labor de continua creación humana, permite recrear toda visión de espacio y tiempo cristalizados y, por ello, la de la propia realidad de verdad.
La mayor de las obras de Cervantes –como se sabe, el autor del original, el auténtico “padre de la criatura”– es, efectivamente, una novela de novelas, en cuya trama su autor emprende la tarea de reescribir –no sin una cierta ironía– toda la tradición literaria de su tiempo; por cierto, tal y como se lo propuso Menard con el suyo. Se trata, en consecuencia, de un espejismo de espejismos, del reflejo invertido de una inversión reflexiva. De modo que, para sorpresa de quienes conciben la labor de Menard como un plagio absurdo o, en todo caso, como un esfuerzo inútil, el propio Cervantes lo habría justificado de plano como labor reconstructiva de metaficciones. Porque el de Menard era un espejo más en el interior de la ardua labor de labrar y pulir los infinitos espejos de una época. Un espejo más, se ha dicho. Aunque no resulta improbable que Menard, después de todo, llegara a tener acceso al Argumentum Ornithologicum borgiano, en el que la numeración resulta, finalmente, indefinida. Cuestiones, sin duda, propias de la ontología, no de los abstractos malabarismos de latechné.
Hay en la segunda parte de El Quijote de la Mancha un personaje de no poca monta, llamado, por cierto, el Caballero de los Espejos, quien afirma haber vencido a Don Quijote. En realidad, se trata de un ardid de Sansón Carrasco, tramado con la ayuda del barbero y del cura, para vencer al hidalgo caballero y obligarlo a retirarse de sus andanzas, a objeto de curarlo de su –aparente– locura. Al reclamar la victoria, Carrasco exige al Quijote no sólo reconocer que Casilda es más bella que Dulcinea, sino que, al vencerlo, con él ha vencido a todos los caballeros del mundo, “porque el tal Don Quijote que digo los ha vencido a todos, y habiéndole yo vencido a él, su gloria, su fama y su honra se ha transferido y pasado a mi persona”.
En días recientes, Moisés Naím escribió un artículo de opinión titulado “Brexit y Trump: cuando los hechos no importan”. El tema de fondo que plantea es la actual condición “bipolar” de la sociedad mundial. El autor del artículo sostiene que en los actuales tiempos, y en medio de un mundo que tiende cada vez más a la desconfianza, para no decir que al escepticismo tout court, sorprende que “la confianza de la gente en ciertos líderes se manifiesta a pesar de su comprobada propensión a tergiversar la realidad, adulterar estadísticas, hacer promesas a todas luces incumplibles, lanzar acusaciones infundadas o, simplemente, mentir”. Creer en los que mienten se ha hecho habitual. Los hechos no importan, tampoco los datos: lo uno y lo otro han quedado “para los expertos”. Es el “mundo post factual”. Curiosamente, en el momento de mayor desarrollo de la tecnología, de la “revolución de la información”, de los “Big data”, las pasiones y las intuiciones, como la brujería en otros tiempos, están haciendo vibrar a millones de personas.
Así, pues, entre la razón sustentada en los “hechos”, exclusivos para “expertos”, y el desbordamiento de la sin razón, plagado de ciega fe y de febriles apasionamientos. Entre el entendimiento abstracto y la sensibilidad, diría Hegel. El espejo de Pierre Menard, esa suerte de plagio invertido, es apenas un mosaico más –un fractal– en medio de una inmensa galería, constituida por proyecciones de espejismos infinitos, similares a la Matrix. De nuevo enfrentados en dramático duelo, de un lado, Don Quijote y, del otro, el Caballero de los Espejos; de nuevo, la dialéctica de ficción y realidad. Estos son los términos de la oposición. Y en ella no caben ni el cura, ni el barbero ni Sancho, sub specie aeternitatis de la que Rodríguez Zapatero viene a formar parte, en nuestra particular trama bipolar: apenas un reflejo del imponente reflejo del ‘universo y sus mundos’, para decirlo con Bruno.
Separar –escindir– es la fuerza motora, la labor obsesiva del entendimiento abstracto, su pathos autista. No es que, para sorpresa del mundo, la “sin-razón” haya ido ganando terreno espontáneamente, por obra y gracia de las “fuerzas oscuras”, inspiradas por el abominable y repugnante espectro de Lord Voldemort quien, a su vez, viene promoviendo el amenazante giro hacia el fascismo de los últimos tiempos. Tampoco la causa está en Darth Vader, ni en el Imperio que re-contra-ataca. Más bien, conviene pensar, por una vez, en la posibilidad de que el origen de semejante post-factualidad sea, precisamente, la propia factualidad, convertida en ideología. La modificación de los hechos depende de la modificación de sus modelos de interpretación. Verum et factum convertuntur, dice Vico. El no reconocimiento, la no compenetración de lo uno y de lo otro, el querer presentar al entendimiento abstracto como la “Razón Pura”, o la ‘racionalidad fáctica’, carente de vida y fuerza, ha producido los tumores del presente, tumores que se expresan cual “reliquias de la muerte” –piense el lector en “el fin de la historia” o en “la muerte de las ideologías”–, y que han ido despertando los cadáveres que hoy conforman la llamada post-factualidad. La vida del espíritu, como la llama Hegel, no es la vida que se asusta ante la muerte, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella: “El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento”.
Cuando se subestima al adversario, con ello se está admitiendo, dialécticamente, que éste ha devenido superior y que mantiene a su opuesto subyugado. Hoy casi nadie recuerda los vítores y la palabrería de El Caballero de los Espejos, ufanándose del hidalgo.
@jrherreraucv