Según la Constitución, todos somos iguales ante la ley (artículo 21) y, por ello, los jueces encargados de aplicarla no pueden caer en la inaceptable discriminación entre ciudadanos privilegiados injustamente por detentar el poder y quienes se encuentran en la acera de enfrente en legitima oposición que responde a la esencia de la democracia, sistema plural y de respeto absoluto a quienes piensan distinto.
Es asombroso, alarmante, trágico y quedará para el registro histórico de la justicia penal venezolana el trato discriminatorio que se ha dado y se da a quienes son afectos a la “revolución” o al Gobierno y a quienes son disidentes políticos. Y, lo más grave, ese trato, proviene, muchas veces, del Máximo Tribunal de la República, con lo cual solo queda el recurso a la Corte Celestial, ajena –esperamos– a las influencias partidistas y a las instancias internacionales ya consideradas por el propio tribunal como confabuladas contra nuestra soberanía.
Me referiré solo a algunos casos más notables para vergüenza de los venezolanos y, en particular, para quienes le siguen los pasos a las decisiones de los tribunales, a la espera de justicia.
Para mí, una de las más bochornosas decisiones que se han dictado en los últimos tiempos tiene que ver con la Sala Constitucional y los alcaldes elegidos por el pueblo, Ceballos y Scarano. La Sala, convertida en tribunal penal, absolutamente incompetente para conocer de la comisión de un pretendido delito, contra su propia jurisprudencia y con relación a un sedicente desacato, siendo así que se había decidido antes que en este caso se debía remitir el asunto al Ministerio Público por tratarse de un hecho punible, en una sola audiencia, sin derecho a la defensa, creó la figura de un supuesto “ilícito judicial constitucional”, para proceder, sin más, a imponerles la pena de 10 y 12 meses de prisión y destituir a quienes habían sido elegidos por el pueblo.
No menos alarmante y escandalosa es la decisión de la Sala Electoral, firmada inclusive por un magistrado que votó por sí mismo siendo diputado y que “desproclamó” a representantes del pueblo por una medida cautelar inadmisible, considerando como apariencia de buen derecho una grabación carente de todo valor y evidentemente delictiva, con lo cual se defraudó la voluntad popular en la cual descansa la soberanía, echando al pipote de los desperdicios la inmunidad parlamentaria que protege de acciones temerarias como esta.
Y ni hablar del trato judicial a los casos políticos de la oposición y a los del gobierno, en los cuales se aplican criterios absolutamente contrastantes. Si el Presidente, por ejemplo, amenaza con arrasar con los adversarios y caerles a “batazos”, se trata de las licencias permitidas en el discurso político y de expresiones que no pueden ser tomadas a la letra sino enmarcadas en la libertad de expresión, según sentencia de la Sala Plena en 2009, pero si un dirigente político llama a “rescatar la democracia”, se trata de un llamado subversivo a desconocer la ley y a fomentar la violencia; y si del derecho a la vida se trata, un discurso en el que se llama a protestar debería generar responsabilidad penal por cualquier hecho ocurrido posteriormente, en tanto que los muertos del 4-F no tienen responsable alguno, como lo dejó asentado también la sentencia de Sala Plena del Tribunal Supremo de Justicia, de fecha 11-7-2012.
Esta es la grave situación de la justicia en Venezuela. Tenemos un árbitro parcializado, con el veredicto prefabricado para castigar al adversario y favorecer al consecuente compañero de partido.
Si no hay justicia, no hay Constitución, ni hay Estado de Derecho, ni hay legalidad, aunque tengamos una ristra de jueces togados con carnet del partido en el bolsillo, aunque figure como anulado y carecerá de todo sentido que afirmemos que somos iguales ante la ley, cuando somos absolutamente diferentes, merecedores de castigo por el simple hecho de no compartir las consignas de una determinada corriente política.
La última decisión de la Sala Constitucional, del 1º de marzo de 2016, a la medida del Gobierno y que sencillamente desconoce las legítimas facultades de la Asamblea Nacional para revisar sus actos y controlar la Administración Pública, constituye el ejemplo más claro del sesgo del Tribunal Supremo, al servicio de los intereses de la denominada “revolución” y de espaldas a la voluntad popular.
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