Publicado en Caraota Digital
Por: Leonardo Padrón
Los venezolanos hemos vivido un exceso de adversidades en los últimos tiempos. El entrenamiento ha sido extenuante y sin pausa. La política y la ruina se han unido en una misma frase. La muerte se ha vuelto asunto cotidiano y sórdido. El hambre. El narcotráfico y la dictadura. Los enchufados y la ruindad. Tantos escombros en el camino. Tanto episodio turbio en estos tiempos.
Pero los que por casualidad o destino andamos en estos días en Miami nos estrenamos en otro evento de dimensiones tan abismales como inéditas. Se trata de la señora naturaleza en uno de sus peores alardes. Irma, el huracán con categoría de monstruo. Irma, la inmensurable. Irma, la terrible. Sé qué hay muchos venezolanos residentes de Florida que ya son veteranos en el tema. Algunos tienen dos, tres, hasta cinco huracanes en su haber. Este vecindario, lo sabemos, es zona de huracanes. Pero para quienes andamos de paso o quienes estrenan sus primeros días como residentes la experiencia resultó abrumadora. Nunca, en mi caso, había presenciado un despliegue de información y advertencias tan intenso. Particularmente resultaba impactante oír a Rick Scott, el gobernador de Florida, quien aparecía con preocupante frecuencia en las pantallas de TV anunciando con tono sombrío y grave la inminencia de un evento apocalíptico. Era imposible no ponerse nervioso luego de escucharlo. Urgía a la población de Miami Dade County a evacuar la zona, hacía una minúscula pausa, levantaba la vista directamente a cámara y enfatizaba: “Now!“. Las advertencias provenían también de los propios narradores de noticias y otros personeros del estado, pero ninguno tan enfático como Rick Scott (no olvidaré su nombre). Su tono era gélido, mortuorio. Y a cada tanto sumaba más condados a su alarma. “Mandatory evacuation” era el estribillo que nadie quería oír, pero él insistía en decirlo. Era un mandato. Una obligación. Irse. Huir cuanto antes. Lo más rápido posible. “NOW!”, volvía a decir, elevando el tono. En algún momento llegó a decir que todo el estado- más de 20 millones de personas- debía estar preparado para partir hacia tierras más seguras: “All Florida residents should be prepared to evacuate”. La histeria general se activó y fueron muchos los que tomaron carretera sin destino fijo. Irma, todopoderosa e impredecible, se burlaba de los miles y miles de personas en fuga cambiando su rumbo, extendiendo su cono mortal, ensayando cambios de velocidad y giros inesperados. Hubo gente que transitó dos días de carretera en colas dignas de Julio Cortazar para igual terminar en una comarca vapuleada por los vientos, la lluvia diluviana y la ausencia de luz eléctrica.
Así como los venezolanos que vivimos el terremoto de 1967 en Caracas, aquí hoy todo el mundo tiene su testimonio, su cuento, su costal de anécdotas de cómo vivió la experiencia de Irma, la inabarcable. En mi caso, luego de ver cómo se vaciaban los supermercados, y tener un obvio deja vu revolucionario, no tuve más remedio que abandonar Downtown para huir hacia el condado más cercano. Ya no había vuelos hacía ninguna parte. Ya no había gasolina. Las rutas de escape se agostaban. El tráfico de la peregrinación era desusadamente lento. Tus amigos más persistentes te azuzaban a huir más lejos. Mientras tanto, Irma se acercaba, dejando con su furia convertidas en escombros a buena parte de las islas de Barbudas y Saint Martin. Sin duda lo peor de la experiencia -para quien no sufrió pérdidas de vidas humanas, casas o vehículos- fue la agobiante espera de la llegada del descomunal huracán, catalogado como el más grande que habría surcado alguna vez el Atlántico. Los superlativos eran numerosos para referirse a Irma. No había medias tintas. Y entonces vino esa otra instancia del evento: la clausura del lugar que habitas. Ese colocar maderas o láminas de metal (los llamados shutters) para tapiar todas las ventanas. Ese quedarse sin ojos hacia el exterior. Esa ceguera voluntaria. Ese replegarse hacia adentro, ya sin luz eléctrica, sin internet, sin Rick Scott y sus énfasis, sin comunicación alguna con el exterior, y estar a expensas de un solo sentido: el oído. Porque en la oscuridad todo es sonido. Viento ululante. Revuelo de hojas y ramas volando. Crujir de tallos que caen. Y uno preguntándose de qué tamaño será la voracidad del monstruo cuando llegue al lugar que habitas. Si todo se inundará. Si el blindaje aguantará. Si la comida alcanzará. Si de verdad todo será tan apocalíptico como predicen. Todas esas interrogantes oscilaban sin cesar entre las siete personas que nos refugiamos en el segundo piso de un apartamento en Weston, dos niñas y un perro incluido. Por largas horas nuestra única rendija para observar el mundo exterior fue el ojo mágico de la puerta. Así de minúsculo. Nunca conseguimos las dos pilas que nos faltaron para tener radio y todo se volvió incertidumbre. Ante un momento de calma, la pregunta era, ¿ya pasó todo o acaso estamos justo dentro del ojo del huracán? Ese momento de ceguera general es quizás el más apremiante. Por eso en un rapto de ansiedad, mi pareja y yo decidimos salir de la casa y correr hacia el carro para prender la radio y saber algo, lo que fuera, de lo que estaba ocurriendo sobre nuestras cabezas. Durante esos eternos cinco minutos dentro del carro, los árboles que nos rodeaban se mecían frenéticamente de un lado a otro. Como fieras. Como latigazos coléricos del viento.
Ya desde el día anterior se leían en las redes noticias desconcertantes, surrealistas: como la presencia de tiburones girando en las vueltas del huracán, sacados de cuajo del mar (una noticia falsa, obviamente) o caimanes y serpientes cruzando calles y semáforos (una noticia cierta en un lugar que está cimentado sobre pantanos), o el evento convocado en Facebook por una persona invitando a la gente a dispararle al huracán como si se tratara de un intruso que puedes derribar con un fusil de asalto AR-15 o con una Glock 37. Esto último, por cierto, animó a más de 25 mil personas a decir que lo harían e hizo que las autoridades emitieran un comunicado alertando de la inutilidad y a la vez del peligro de disparar balas a un huracán. Cada noticia era más extravagante que la anterior, cada ancla del Weather Channel preocupaba más que el otro. Y la ausencia de información sobre la devastación ocurrida en Cuba – la antesala a la Florida- hacia todo más incierto. En ese largo desfile de horas en encierro forzado se desempolvaron los juegos de mesa, las conversaciones pendientes, el humor terapéutico y el tamaño del miedo de cada quien. La naturaleza nos ponía a prueba de una forma escandalosa e inolvidable. Fueron muchos los destrozos a lo largo de todo el estado de la Florida, aún hay millones de hogares sin luz eléctrica y las pérdidas materiales siguen siendo una peripecia aritmética aun incalculable. Pero ni siquiera llegó a ser como se temía. No se hundió Miami, a pesar de que los adjetivos de alerta que desgranaban los periodistas eran dramáticos. “Catástrofe” fue una de las palabras que más atravesaron por los tímpanos de cada habitante del estado. Se esperaba lo peor y no ocurrió con esa magnitud. Felizmente. Para muchos incluso fue una experiencia leve, benigna. Para los habitantes de los Cayos, el punto más al sur de la Florida, en cambio, la tragedia se cumplió como estaba prevista. Quizás lo más impresionante en el después del huracán ha sido el sol inmediato que se asomó en el cielo de Miami, como si todo hubiera sido una película y te hubieras salido repentinamente del cine. Y luego la caravana de camiones de la compañía eléctrica que llenaban las autopistas dispuestos a sustituir transformadores caídos o cables hundidos en las aguas. Con inusitada rapidez las autoridades comenzaron a limpiar escombros, apartar la inmensa selva de árboles que se derrumbó y atenuar los daños en la medida de lo posible.
Vivir esta experiencia con ojos venezolanos te hace establecer analogías inmediatas. Era inevitable entonces pensar en lo que sucedería en Venezuela si una contingencia de tal magnitud nos ocurriera. Nosotros, tan improvisados, tan desguarnecidos , tan precarios. Y uno no podía dejar de recordar el horror de la vaguada que asoló al estado Vargas en 1998 y la arrogancia de un recién estrenado presidente, aquel llamado Hugo Chávez, que imitando torpemente a Simón Bolívar retaba a doblegar a la naturaleza a punta de verbo y soberbia. Ocurrió exactamente lo contrario. La naturaleza le calló la boca al fatuo teniente coronel y sabemos que todavía hay cadáveres bajo el lodo de aquella tragedia. Desde entonces, quedó girando dentro del país y destruyendo todo -paso a paso- ese mísero huracán que ha sido la revolución bolivariana. Ya todo el mundo ha hecho la comparación. El huracán Nicolás. Tibisay ha sido peor que Irma y otros etcéteras parecidos. No agrego nada nuevo. Lo que me inquieta es pensar cuándo dejaremos de estar bajo el ojo del huracán y cuánto tiempo emplearemos luego en recuperarnos de la devastación.
Dieciocho años de huracán no es sobredosis. Es apocalipsis. No otra cosa.