Somos, según las estadísticas, el país más violento del planeta, de peor gestión económica y mayor inflación. De suyo, tenemos la más desarticulada de las sociedades que se conozca, cuando menos en el Occidente.
A prueba de fuego lo ha sometido la dictadura de Maduro, confiscándole los dineros al pueblo llano hasta para la compra de los bienes más esenciales y midiendo la resistencia de éste a sus desafueros, en su loca deriva hacia el comunismo totalitario. ¡Y es que aquélla ha cerrado todas las puertas y el fingimiento, la heterodoxia democrático-electoral que experimenta el Socialismo del siglo XXI – sin abandonar las armas – llega a su término el 6 de diciembre de 2015!
Hemos dejado de ser una nación. Nuestras raíces las extirpa la revolución, las destruye a mansalva y desfigura con narrativas de conveniencia, en la búsqueda criminal – suerte de experimento nazista – de un “hombre nuevo” irreconocible para lo que éramos. Por lo demás, que es lo más importante, al perderse todo sentido de solidaridad colectiva bajo imperio de las leyes de la supervivencia y constatarse que nuestras élites políticas, por huérfanas de cosmovisión, medran en sus narcisismos, somos ahora la nada social.
La expresión de la nación como cosa pública ha desaparecido. Ha perdido su legitimidad de conjunto, no sólo por haber desconocido o traicionado los poderes del Estado a la fuente constituyente, a la propia soberanía, que a diario la corrompe o desestima bajo presión de las urgencias primitivas creadas por éstos a mansalva.
Lo que es más grave, la legitimidad moral del mismo Estado rueda sobre el piso al constatarse que sus más altas esferas coluden con los criminales de mayor reprobación para el género humano, como los terroristas y narcotraficantes, asiduos visitantes palaciegos.
El andamiaje de lo que fuera el Estado venezolano es hoy una lavandería de podredumbres: ¿O acaso no lo muestra el reciente robo de juguetes por los funcionarios del mismo Estado; el asalto por éstos de almacenes para obligar a sus propietarios a la quiebra mediante la venta de artículos por debajo de sus costos reales; el latrocinio a la gente pobre de sus devaluados billetes de 100 bolívares, que no compran siquiera la más ínfima cifra de un centavo de dólar; o la “indolencia” de unos parlamentarios que no acuden a su plenario y convalidan la usurpación inconstitucional por el Tribunal Supremo de las competencias de la Asamblea?
El haberse asfixiado la esperanza unitaria del pueblo, que generosa y como ola de regreso hace clímax hace doce meses, es el crimen de mayor entidad que pueda registrar la historia de esta Sodoma contemporánea y sus explotadores, comenzando por la comandita de los Samper.
Lo central, a todas éstas es tener conciencia que, a los venezolanos, otrora ciudadanos de una ciudad que ha dejado de existir, nos espera el desierto. Hemos de purgarnos y volver de nuevo a ser nación, reencontrar nuestras raíces, constituirnos, como lo hicieran los judíos a su salida de Egipto.
Para lograrlo nunca hemos de olvidar lo ocurrido, lo vivido en estos casi cuatro lustros de iniquidades, pues como lo previene clarividente Hannah Arendt, sólo puede sostenerse y cultivarse el árbol de la libertad mirando a diario la amenaza del totalitarismo y a los ojos de sus cómplices y hacedores.
Si bien la idea del contrato social es la metáfora del momento constituyente en toda democracia constitucional, llegada la hora cabe no olvidar que la autonomía de los constituyentes y la soberanía originaria que detentan no pueden empujar la secularización al punto de hacer de la Constitución el producto de la arbitrariedad mayoritaria, o de la decisión minoritaria ante el silencio de las mayorías, como ocurriera en 1999 con su morganática Constitución.
No por azar, ese pecado original nos deja el régimen personalista y transversalmente militarista que padecemos hasta la destrucción cabal de la república. Conservando las formas de una democracia civil decente, copiando las líneas de la Constitución de 1961, luego se truca para hacerle espacio al despotismo; anular los equilibrios de poderes; liquidar la autonomía municipal; causar la incapacidad para satisfacer – era su propósito – la forja exponencial de derechos humanos haciéndolos triviales y al término propiciar la entropía social, como el tupido bosque de leyes que la recubre: inescrutable hasta para los entendidos y facilitador de la venalidad que observamos en los jueces de la maldad.
El poder constituyente, en una democracia moral y al ser oportuno, vuelvo a repetirlo, ha de quedar siempre atado al principio supremo del respeto a la dignidad de la persona humana. Eso lo entienden los alemanes concluida la Segunda Gran Guerra, sobre los despojos del Holocausto.
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