Por: Sergio Dahbar
Nadie tiene claro el origen verdadero de las desgracias que azotan a la humanidad. Hay hipótesis bíblicas, sobrenaturales, extraterrestres. Hay investigaciones muy serias y gente que cree que el polen de orquídeas amazónicas amarga la existencia. Hay enfermedades que le quitan el sueño a más de uno y teorías estrafalarias para sustentar lo que sea. Todo viene a la medida.
El otro día me encontraba frente a un cajero electrónico de un banco, colocando mi clave y tratando de sacar efectivo. Entonces siento que mi vecino, un motorizado que hace lo mismo que yo frente a su cajero, comenta que hay demasiados zancudos cerca. Y hace un gesto con las manos para espantarlos.
Como el clima venezolano hoy llama a la suspicacia ante el mínimo aleteo de una mariposa, di un paso hacia atrás para medir a mi vecino. En ese momento me dice -sin mover la cabeza de su transacción- que no creía que la chikungunya se contagiara por un insecto infectado. “Está en el ambiente’’, me dijo.
“Como es eso’’, pregunté. “Fíjate, yo soy de Carabobo y toda mi familia está enferma. Te imaginas los mosquitos infectados que hacen falta para picarnos a todos. Créeme, la chikungunya está en el ambiente’’.
Nos despedimos con un gesto leve, cada quien por su camino. Pensé que el poder del pensamiento mágico es sorprendente: alivia la existencia de muchos sin costo alguno. En mi oficina abrí mis correos electrónicos y encontré un mensaje de un lector de mi columna sabatina. Me saludaba y explicaba a continuación que deseaba hacerme una consulta. Allí estaba su teléfono. Lo pensé y lo llamé.
Me saludó amablemente y agradeció que se me ocurrieran tantas cosas extrañas cada semana. Fui cordial con él, pero le aclaré que no se me ocurrían a mí. Que esas cosas andaban en el ambiente y que me gustaba registrarlas para que no se perdieran.
No me creyó e insistió en que debía escribir una novela. Se lo agradecí y ya con la despedida en la boca, me hizo una pregunta. Quería saber si podía ayudarlo a conseguir una cita con el neurólogo Oliver Sacks. Me agarró de sorpresa, y me quedé mudo, porque sin duda soy un fanático de sus libros y admiro su trabajo de divulgación científica.
Le expliqué que era imposible. Sacks es un hombre famoso al que sólo he leído. No lo conozco personalmente. Entonces mi lector aprovecha este momento de la conversación y me dice que él quisiera presentarle su problema al doctor Sacks.
Le pregunté que cuál era su problema. Me relató que lo habían operado del corazón. Y que al despertar de la anestesia se había dado cuenta que tenía música en la cabeza. Cuando la música era buena, no había problema. Pero cuando era mala, lo volvía loco. Lo sentí angustiado.
Recordé en ese momento que yo había escrito sobre Musicofilia, uno de los libros de Oliver Sacks, en el que este neurólogo habla de la música como aflicción y como terapia. Entre sus numerosos casos de estudio, aparece el de un hombre al que le cayó un rayo en EEUU. Al despertar, tenía música en la cabeza y se convirtió en un pianista célebre.
Le expliqué a mi lector que los problemas de la mente me eran absolutamente ajenos. Yo soy periodista y apenas puedo escribir. Su padecimiento me sobrepasaba y me era imposible acercarlo a Sacks. Sentí que lo decepcionaba, pero no pude hacer otra cosa que colgar.
Me resultó inevitable reconocer otra vez que la vida cotidiana no tiene nada que envidiarle a la ficción. Todo lo contrario. Si no me creen, piensen con cuántos enfermos imaginarios se pueden encontrar en un mismo día. Yo puedo dar fe que, en Venezuela, hoy con muchos. Basta con abrir los ojos