¡Háblale sucio! – Carlos Raúl Hernández

Por: Carlos Raúl Hernández

Se sabe que el lenguaje establece e indica los límites del universocarlos raul intelectual de cada ser humano

En la medida que la democracia se quebró en Venezuela y el espacio de los partidos democráticos lo tomaron movimientos de izquierda dura y la antipolítica, el lenguaje comenzó a ser lupanario, escatológico. Se execró el diálogo, desapareció el debate y sobrevino el ultraje. Escuálidos, blanquitos, pitiyanquis, terroristas, apátridas, excrementos pasan a ser términos normales. Es el tratamiento que dan esos sujetos políticos a sus oponentes y lacera la atmósfera cultural. La violencia en el trato, el mazazo en la cabeza, la violación en la cueva son características de la barbarie que regresa con los revolucionarios y deshace el sutil tejido de la civilización. Cuando ellos inician sus caminos al poder, se creen representar a los condenados de la tierra y conductores de sus luchas a la redención. Se autocomprendían representantes del bien, la justicia, la igualdad, la generosidad.

Sus adversarios eran obstáculos malvados a que esa bendición utópica tocara el mundo con su magia; la contra quería frenar la Historia, era reaccionaria y por eso procedía cualquier vituperio asestado a ella. Pero luego todo se derrumba, el experimento fue un desastre, y la fe inicial se hace pragmatismo, corrupción, privilegios y poder. Del idealismo al cinismo. Si no, es imposible entender cómo los líderes cubanos, después de malograr y llevar al dolor una nación próspera y destruir la vida de millones de seres, aún hablen como si fueran jóvenes idealistas de 1960. Es el imperio de los punk en la vida pública. Cierto que siempre los hubo, pero la democracia obliga a compartir espacios y a una cordialidad con frecuencia impostada pero obligante. Siempre en el ágora hay cantaclaros enfermos de un exhibicionismo ansioso por impresionar con hormonas parlanchinas diciendo verdades.

De la cama al coloquio

En cualquier controversia alguien puede irse de los límites, pero ahí siguen los límites, y las instituciones obligan a volver a ellos. No es lo mismo una daga florentina que el machete de un carnicero, ni un sarcasmo de Churchill que la procaz lenguarada de un sargentón revolucionario. David Hume argumentaba que mayor sofisticación de las costumbres, desde la política hasta el ars amandi o la gastronomía, desde la cama a la sobremesa con un candelabro, revelan mayor grado civilizatorio. Así contradecía el populismo rousseauniano que la consideraba vanidad y enaltecía lo tosco por ser virtud popular (“¿darte lo tuyo?”). Uno de los indicadores de que la democracia entraba en crisis, fue cuando el imperio de la razón y la forma en las controversias, comenzaron a deteriorarlas denunciantes de episodios muchos apócrifos, cazadores de fantasmas que impostaban machismo en asaltos contra un poder blando que no se defendía.

En las revoluciones, todas gobiernos brutales, el distinto es enemigo, como en la larga etapa desde los neandertales hasta la Edad Media; y gracias a que la evolución desarrolló las cuerdas vocales y todos pueden articular palabras, ahora no gruñen sino insultan, aunque ambas expresiones suelen preceder a la violencia física. En el Líbano o en Serbia la revolución hizo descubrir a la gente que el vecino con el que durante veinte años intercambiaba tazas de azúcar o harina, era un monstruo judío, católico o musulmán, un enemigo de la patria, un agente oscuro a destruir. La lucha de clases, de razas o de religiones es la misma enfermedad del espíritu que parte la sociedad en fracciones para que se odien.

Peste contagiosa

Y como la paciente es toda la estructura social, también defensores de la democracia se contagian y rumian iguales deyecciones, como laboratorios y opositrolles de la oposición dividida a partir de 2014. El bárbaro de cualquier grupo estruja cortesías, protocolos y miramientos de los lenguajes hablados y no hablados. Los nazis se presentaban en uniforme de tarea y las botas sucias en el Reichstag para demostrar su desprecio y Castro en vez de paltó y corbata, en atuendo barbudo y guerrillero. Pablo Iglesias disfruta en epater con su colita de camello de Puerta del Sol. Hablan claro y raspao, dicen las verdades en su cara, se burlan de la mojigatería elegantoide -como Mussolini- y siguen los impulsos de la bestia. Isabel la Católica, por el contrario, pensaba que en la expresión de un Monarca “se impone el compromiso a la verdad”. El guapetón de cualquier tendencia transferido a la letra, babea, da rienda suelta a sus fluidos corporales.

Su incultura arremete, sus instintos, la necesidad de atropellar a quien difiere de él, lo que precisamente la atmósfera democrática enseña que debe contenerse. Se sabe que el lenguaje establece e indica los límites del universo intelectual de cada ser humano. Años atrás un periodista causó bullicios por trascender las palabras utilizadas por él en el teléfono con su respetable señora madre, que realmente producían desazón. La experiencia demuestra que quien habla o escribe como un energúmeno es un energúmeno. Recuperar la democracia es también recuperar las conductas que permiten la convivencia, que dan estatura a las instituciones, los algoritmos de la decencia y la derrota del punk en la política: el respeto al prójimo. La reivindicación del diálogo, tanto en la forma como en el contenido, el fin de la patanería como pretendida gracia de hablachentos e inútiles.

@CarlosRaulHer

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.