Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
En otros lugares he tratado el asunto del desmantelamiento de la república, para presentarlo como tema crucial de la actualidad venezolana. No hay democracia, ni libertad, si no existe el domicilio que las custodia. La democracia y la libertad no son plantas que florecen a la intemperie, sino productos de un establecimiento creado especialmente para cuidarlas a través del tiempo. Sin el sistema de frenos y contrapesos que se ha construido desde la antigüedad, y que se ajusta a la solicitud de cada época, los principios de la sociabilidad llamada republicana languidecen y desaparecen sin remedio.
Es un problema que no se aprecia a primera vista debido a que, como no hay reyes coronados ni estamentos nobiliarios como los del pasado colonial, nos sentimos no solo como republicanos, sino como creadores y custodios de una república moderna desde el siglo XIX. No advertimos la desaparición progresiva de las reglas del juego, ni su remplazo por sus enemigos jurados: la arbitrariedad, el personalismo y la enemistad con la deliberación. Son los rasgos dominantes del país desde el advenimiento del chavismo, que ha logrado liquidar los fundamentos de un modo de entender los negocios públicos planteado por los padres conscriptos y disminuido progresivamente, hasta el punto de que apenas se mantenga levantado solo uno de sus pilares.
Llevado a su máxima expresión el papel de Ejecutivo y del individuo que lo encarna, rodeada la cabeza del gobierno por una casta militar que domina sin tasa, domesticado el Poder Judicial, controladas las regiones por las decisiones inapelables de la autoridad central, asfixiada la posibilidad de comunicar libremente las ideas sobre los asuntos que incumben a la sociedad, ¿cómo pensar que hay un problema más trascendente en la Venezuela de nuestros días que el rescate de la república y la restauración del republicanismo? No hay posibilidad de que la democracia y la libertad vuelvan de nuevo por sus fueros, sin el trabajo previo de levantar el edificio desmantelado de una colectividad de ciudadanos capaces de asumir el compromiso de volver a los orígenes propuestos por los fundadores de la nacionalidad, que se mantiene en la fachada de la vida y en los rincones de la retórica, pero que no existe en el interior de un cuerpo social que no se ha dado cuenta de la magnitud de tal ausencia.
Pero el proceso de desmantelamiento llevado a cabo desde el advenimiento del comandante Chávez no tuvo ocasión de derrumbar una de las columnas del domicilio republicano, o no pudo atacarla de frente debido a la trascendencia histórica del adversario: el nexo de la ciudadanía con sus representantes reunidos en Congreso. De allí que, en medio del general destrozo de las fórmulas más caras y clásicas de cohabitación, se haya mantenido un vestigio del hacer republicano al cual nos hemos atado desde el nacimiento de la nación: la existencia y la influencia de una Asamblea Nacional que representa la soberanía nacional y que puede, por lo tanto, convertirse en fundamento de un reencuentro con el entendimiento de la vida y con las maneras cívicas de administrarla que forman el credo esencial de la patria venezolana desde su fundación.
Si tiene sentido la explicación, tenemos en Juan Guaidó, y en el poder público que provocó su elevación, el único vestigio de republicanismo que nos remite a una tradición venerable y a las luchas de los antepasados para custodiar la libertad e imponer la democracia. La raíz de su autoridad fue abonada en la única parcela de cuño republicano que se ha librado de la devastación chavista. Elegida por el pueblo en forma arrolladora, sede de los únicos debates de importancia política que pueden analizar con autonomía los entuertos domésticos, refugio de unos partidos que han limitado sus intereses específicos para llegar a un proyecto compartido, la Asamblea Nacional es el único hilo de la madeja en cuya permanencia puede encontrarse la esencia de una historia digna de memoria y retorno.
En su espejo podemos topar con la imagen del primer cuerpo colegiado de la Confederación, con los debates de la intrépida Convención de Valencia, con las empeños del Congreso asesinado por Monagas y con la resurrección del parlamentarismo en 1946, por ejemplo, fragmentos de una atalaya colectiva que se mantiene frente al antirrepublicanismo que la quiere borrar del mapa. Por consiguiente, la presencia de Guaidó, debido a que ejerce la presidencia del cuerpo y las funciones que la representación popular le ha encargado, merece una atención que traspasa la barrera de la actualidad para conectarse con sensibilidades primordiales de la sociedad, con capítulos sin cuya consideración la república puede llegar a un postrero abismo. Así debemos apreciarlo en la actualidad, pero también debe verse así él mismo, con el soporte de los colegas que lo pusieron en el cargo.
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