Desde sus orígenes, la palabra espectáculo contiene elementos de interés, curiosidad y asombro que, a pesar de la inevitable fijación y del consecuente endurecimiento de la expresión -en realidad, del uso y del abuso que sufre todo término en todo lenguaje extrañado-, valdría la pena revisar, a objeto de comprender, un poco más y mejor, la manera de re-producir y el tipo de relación social que predomina sobre la vida de un siglo que pareciera haber nacido bajo el signo de la crisis y del desgarramiento. El Spectaculum o la representación provienen del término Specto. Y, en efecto, todo Specto mira, contempla, representa, sitúa y, por eso mismo, divide. Y es de ahí de donde proviene el Spectrum, la visión espectral, fantasmal, del otro como un reflejo invertido del sí mismo. La Species, pues, separa, fija y duplica, en tanto que es la unidad básica -abstracta- de la clasificación, el objeto inmediato del conocimiento sensible considerado como realidad inmediata del conocimiento y la cosa. Es, en suma, un gran Speculum en el que se mira, fija y multiplica la sociedad.
En el Prólogo a la segunda edición de La esencia del cristianismo, Ludwig Feuerbach señala que: “nuestro tiempo prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser. Lo que es sagrado para él no es sino la ilusión, pero aquello que es profano es la verdad. Más aún, lo sagrado se engrandece a sus ojos a medida que decrece la verdad y que la ilusión crece, tanto y tan bien que el colmo de la ilusión es también para él el colmo de lo sagrado”. Guy Debord, agudo filósofo y cineasta francés, más cercano de Lukács y Benjamin que del estructuralismo francés, hizo de este pasaje de Feuerbach el epílogo de la que, tal vez, sea su obra más importante: La sociedad del espectáculo. Pero, ¿qué es la sociedad del espectáculo? ¿Es una obra de teatro?, ¿un concierto musical?, ¿el “show bussiness”, propiamente dicho?, ¿tal vez los llamados “espectáculos públicos”?, ¿la “guerra económica”?, ¿la “guerra del pan”?, ¿los ‘cartoons’ de ‘Trucu’ y ‘Timonel’ -¡trick or treat!-, es decir, de ‘Pumba’ y ‘Timón’?, ¿acaso la revista dominical del viejito perverso de los Muppets?, ¿o el “plan de la patria”?, ¿o la diplomacia a la manera del “topo Gigio”? Quizá todas las anteriores y, sin embargo, ninguna de ellas en particular.
Y es que la sociedad del espectáculo descrita por Debord conforma una realidad onto-histórica mucho más compleja, una auténtica condición del ser social del presente, en la que las relaciones sociales entre los individuos están mediadas por imágenes: “toda la vida de las sociedades en que reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes era vivido directamente se ha alejado en una representación”.
De este modo, el espectáculo se presenta, a un tiempo, como la sociedad en general, como una parte de ella y, además, como su instrumento mediador: es “el lugar de la mirada abusada y de la falsa conciencia, el lenguaje oficial de la separación”, la inversión no-concreta de la vida, el movimiento autónomo de lo no-viviente, el “corazón del irrealismo de la sociedad real”. Es el mundo invertido, en el que lo verdadero es un momento de lo falso, en el que lo aparente se transmuta en verdad, en el que el sentido se desvanece en la rígida y petrificante mirada de Medusa, como modo de vida, como teoría y práctica de una determinada formación social. Es la mentira que se miente a sí misma: “lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece”, tal como sucede con el negocio de las bolsitas de mercado, con el “carnet de la patria”, con las canillas de pan o, incluso, con aquellas “grandes movilizaciones populares”, “revolucionarias”, “anti-imperialistas”, de empleados públicos amenazados con perder su puesto de trabajo, en caso de negarse a asistir. El mundo del espejo y el espejo del mundo fundidos en los ojos del gendarme, del ‘Big (Buzz) Brother’, que trastoca la verdad en ficción y la ficción en verdad.
En medio del menesteroso presente, el espectáculo, que Debord apenas vislumbraba en 1969, ha devenido la gran fuerza productiva, el motor propulsor de las relaciones económicas, políticas y sociales del mundo. Es el medio y el fin en sí mismo en cada región, en cada continente, en cada pequeño o gran territorio del orbe. Sus rostros fascistas son múltiples, vístase de conejo de cuello rojo o de zorro de las estepas, de narco-populista o de neo-liberal. El espectáculo, reflejo fiel de la producción de las cosas, forma y contenido diseminados de la Species, de la Spes, de la esperanza como imagen imperturbable, puesta cual espejo, “recubre toda la superficie del mundo y se baña indefinidamente en su propia gloria”.
A través del espectáculo es posible gobernar por decreto. Más aún, el decreto sustituye la realidad. En medio de la hipnósis colectiva que produce el gran espectáculo, la calidad de vida real deviene “buen vivir”; a mayor número de empresas quebradas mayor será el “beneficio colectivo”; se recupera con el malandraje, el robo, la próspera industria del secuestro y el asesinato: los “valores humanistas” de la “revolución”; los “niños de la patria” pueden morir “en paz” en los “hospitales” por falta de medicamentos; la alimentación se transubstancia y la bolsa virtual de mercado se traduce en la bolsa real de basura. Son los “viva” a lo muerto, es la “patria grande” y “soberana”. Es el sistema de educación fracturado que promueve la mediocridad y la ignorancia supina, el calculado abandono de las universidades, consideradas como lugares donde crece el mal, porque el saber y la libertad no son más que expresiones de la maldad misma. Ciudades sucias, plagadas de huecos, sin semáforos, sin luz. Es la ciudad ideal, De civitate Dei, el “Barrio Tricolor”. Cada nuevo fracaso es un guiso y cada nuevo guiso es un espectáculo. Del “¡mueran los blancos, viva el Rey!” al “¡fuera los gringos, vivan los chinos!”, hay una coherencia lógica e histórica indiscutible, silogística.
Por más que la fragmentación puesta, fijada como tal, se reconcilie con la mirada sin vida del espectáculo, subsistirá siempre en ella la imperfección de lo muerto. La sociedad del espectáculo sólo sirve para salir lo más pronto que se pueda de ella.