Por: Miguel Ángel Santos
Cada vez hay menos cosas que el dinero no pueda comprar. No es una idea mía, se lo oí a Michael Sandel en una charla a la que tuve la oportunidad de asistir hace algunos días. Sandel es, mídase como se mida, el profesor más aclamado de la Universidad de Harvard, una proeza significativa, que adquiere todavía mayor relieve cuando uno repara en el tipo de cosas que se dedica a enseñar: ética, filosofía, justicia. La conversación giró en torno a uno de sus últimos libros: ¿Qué no se puede comprar con dinero?
Es así como he llegado a saber que si uno cae preso en la cárcel de Santa Bárbara, California, y no le gustan las condiciones de alojamiento, puede pagar noventa dólares por noche por una celda más cómoda y, presumiblemente, con mejores vecinos. Si uno desea asistir a una de las sesiones del Congreso de Estados Unidos y no quiere hacer la enorme cola, puede meterse en Internet en www.linestanding.com y contratar a alguien que se la cale por uno, y sustituirlo ya en la vecindad de la entrada. También he sabido que si un país que ha decidido participar en una guerra encuentra resistencia entre sus propios soldados, o teme las reacciones de la ciudadanía y el costo político de la decisión, puede rebuscarse el contingente pagándole a una suerte de mercenarios corporativos, que se hacen llamar de forma mucho más profesional, claro está, military contractors. De acuerdo con Sandel, las compañías privadas han aportado más soldados a las guerras en Irak y Afganistán que ningún otro país. Y no pare usted de contar.
Ya puedo anticipar lo que hasta aquí pensaría el atribulado lector venezolano. Después de todo, si hay algún lugar en el que a todo se le ha puesto precio, desde las colas, cédulas, licencias, pasaportes y certificados médicos, hasta los datos de las computadoras de inteligencia en el aeropuerto, el voto y, por último, la propia vida, esa es Venezuela Todo tiene un precio. A ratos las cosas simples tienen un precio extraordinariamente caro, y a ratos las cosas más caras tienen un precio extraordinariamente bajo. Pero el argumento no termina aquí.
Sandel introduce una distinción entre una economía de mercado y una sociedad de mercado. La primera es una herramienta para asignar de manera eficiente los recursos de los que dispone una sociedad, y como tal ha demostrado ser todopoderosa a escala mundial cuando se trata de generar la mayor afluencia y prosperidad posible. Una sociedad de mercado es diferente. Una sociedad de mercado, en los términos de Sandel, es aquella en donde todo tiene precio.
Y he aquí la idea más novedosa de su teoría, y también la que más gravita sobre la atormentada perspectiva venezolana. Toda la teoría económica está basada en el hecho de que los bienes tienen un valor en sí mismos, según el grado de satisfacción que generan entre los consumidores. El precio, dentro de este contexto, viene a ser apenas un instrumento para expresar ese valor, y hacer posible las relaciones de intercambio. Pero he aquí que existe un conjunto de bienes a los cuales, si se les pone precio, se altera de forma fundamental su naturaleza, y aún la satisfacción que son capaces de producir. El precio, visto así, no es siempre inerte, no es químicamente puro, sino que en ciertos casos llega a afectar las características intrínsecas de un bien. Veamos un ejemplo.
Hace algunos años Suiza se vio en la necesidad de disponer de desechos resultantes de una planta de energía nuclear. Se realizó un estudio de los lugares del país en donde el depósito de dichos desechos causaría menor daño, y se escogió una pequeña región en los Alpes. Antes de proceder, de acuerdo con las leyes, debía someterse dicha decisión a la consulta popular. En un estudio previo realizado por un equipo de economistas (no podía ser de otra manera), se les preguntó a los habitantes del municipio si estarían dispuestos a aceptar que se ubicara allí el depósito de desechos nucleares. Al ser consultados, 51% dijo que estaría de acuerdo. Después de todo, el país necesitaba de la energía nuclear, que es además una de las fuentes de energía más limpias, y el gobierno había tomado todas las precauciones. Alguien debía sacrificarse, en la medida en que el depósito representa riesgos todavía difíciles de cuantificar, por el bien de la nación. A esta pregunta le siguió otra: ¿Y si se les compensaba a cada uno con una suma equivalente a 7.000 dólares? ¿Cuántos estarían dispuestos a hacerlo? La respuesta fue algo menos de 25%. Es decir, los habitantes del pequeño condado estaban dispuestos a correr el riesgo por el bien de la nación, pero introducir un precio en medio de aquella decisión sólo había disminuido su disposición a participar. No estaban dispuestos a poner en peligro las vidas de sus hijos por dinero, y en alguna medida se sentían comprados.
Uno puede pensar en muchos bienes de este tipo, en muchas cosas que estaríamos dispuestos a hacer por el bien común, o por el valor de las cosas en sí mismas, que van mucho más allá de la compensación monetaria. En el libro de Sandel se incluyen interesantes ejemplos sobre padres que les pagan a sus hijos por leer libros u obtener buenas notas. Son actividades de las que se debería derivar una satisfacción intrínseca, que la mera recompensa puede disminuir, en lugar de aumentar. ¿Y cuando no haya dinero de por medio?
Las implicaciones de esta concepción van mucho más allá de las pequeñas micro-decisiones de consumo diario. El problema está en que hay muchos bienes, salud, recreación, educación, la aplicación de la ley o la seguridad nacional, a los cuales si se les pone un precio se les despoja por completo de cualquier virtud; se erosiona la ética y se destruyen sus principios cuando se les convierte en meras transacciones de mercado. Muchos estos bienes tienen precio desde hace rato en Venezuela, y algunos otros, como el voto o la vida, lo han adquirido recientemente.
Una sociedad así está destinada a destruir por completo el sentido de comunidad, de convivencia, y en consecuencia, de tolerancia social. En una sociedad en donde yo puedo pagar por la zona VIP, para no tener que juntarme con los comunes, en donde puedo comprar una acción de un club, porque no hay parques públicos o no me quiero mezclar con gente que no sea como yo; una sociedad en la que la ley, la vida, los pasaportes, las cédulas, la salud y la asistencia escolar tienen precio, tiende a convertirse necesariamente en una sociedad dividida en compartimientos aislados, que la desigualdad económica va haciendo cada vez más distantes. Y resulta que esto, ya podíamos dar fe nosotros, es una receta certera para dinamitar la democracia.
La democracia no requiere de igualdad perfecta, la desigualdad es un aspecto natural de la existencia humana y es necesaria para promover un sistema de méritos en donde cada quien decida cuánto quiere trabajar y de qué manera quiere vivir. Pero lo que sí requiere la democracia es de espacios comunes, de lugares públicos y ocasiones simbólicas o congregaciones cívicas en donde podamos codearnos hombro a hombro con gente distinta, de otro origen económico o nivel cultural. Se nos olvida muy rápido que esa circunstancia rara vez resulta de su libre albedrío, sino que ocurre más bien como consecuencia forzada de la enorme desigualdad en las dotaciones iniciales de factores, en eso de con cuánto comienza cada quien en la vida.
Me pongo a pensar y se me ocurren muy pocos lugares así en Venezuela (el fútbol en el Universitario, no así el basket en el Parque de las Naciones Unidas); muy pocas instancias (el deslave de La Guaira, la Vinotinto) en donde nos sintamos todos representados de igual a igual, tripulantes de un mismo barco. Necesitamos aprender a convivir con el prójimo, sobre todo con ese prójimo que a raíz de la revolución bolivariana ha irrumpido en espacios que considerábamos “nuestros” (son comunes las quejas por el tipo de gente que ahora se monta en los aviones, o por los perfiles en el centro comercial). Si hay algo en lo que Chávez tuvo siempre razón era en eso de que Venezuela cambió para siempre. Ahora nos corresponde aceptar nuestra circunstancia, y preocuparnos por aprender a convivir con ese prójimo en ciertos espacios comunes, si de verdad queremos resucitar de forma vigorosa nuestra democracia.
Me han hecho pensar mucho estas palabras de Sandel. Me han hecho pensar en mí, oyéndolo a miles de kilómetros de casa, sentado entre desconocidos, y caminando a la salida por unas aceras que ya no pueden ser las mías. Me ha hecho pensar en el poeta Ramos Sucre, en aquello de que todos somos exiliados de un país imaginario, y en quienes aún sueñan con en ese país que acaso jamás existió o del que ahora no queda vestigio, salvo en nuestra imaginación.
Si en verdad debemos “preocuparnos por aprender a convivir con ese prójimo en ciertos espacios comunes”, también debemos exigir que ese prójimo actúe conforme a las “normas establecidas” para una buena convivencia. De otra forma, no sería nuestro “prójimo” sino un depredador, como ha sido hasta ahora.