Sabe mejor que nadie el maestro Elías Pino que la historia es una buena excusa para hablar del presente. Un complejo de culpa tejió la leyenda de “el día que bajen los cerros” en castigo al egoísmo de la próspera gente del Valle, indiferente a las penurias “de La Charneca”. El 27 de febrero de 1989 la profecía se cumplió, de los cerros bajó la avalancha y se unió el populacho de clases medias. Para políticos, sacerdotes, sindicalistas, empresarios e intelectuales, los saqueadores eran virtuosas víctimas de la sociedad y por eso persiguieron al ministro de Defensa, general Ítalo Alliegro, símbolo del orden y semiológicamente hicieron del héroe el criminal. La otra parte del mito, creada por Chávez e ingenuamente seguida por otros, fue usar la teoría de la conspiración, una todopoderosa y genial maniobra izquierdista: fue una operación revolucionaria, nuestra propia Ofensiva Teth. La “explosión social”. Y bastantes se lo creyeron.
La muchedumbre silenciosa y decente de los cerros, se quedó aterrada y asqueada en sus casas, pero el mea culpa de los poderosos hirió a la democracia y dejó una cicatriz mucho peor que las depredaciones mismas. La democracia no sirve y los ricos, la corrupción, los políticos, el neoliberalismo, el FMI, los especuladores, eran los malvados. Pequeños comerciantes, dueños de abastos, panaderías, carpinterías, talleres, quedaron en la ruina. Algunos mintieron que eran miles de muertos, contra lo que reportaron funerarias y hospitales, y como el número de urnas y fosas no daba, la falta de escrúpulos politiquera inventó un tenebroso barco de la muerte que arrojó en altamar montones cadáveres, y otros tantos fueron a prolijas fosas comunes. Quiebran una sociedad con problemas pero en progreso, como la describe Manuel Carrillo de León en su libro El fusilamiento de la decencia (2017).
Teoría de la conspiración
Salvo en la guerra de masas de Vietnam, nunca, never, jamás, en ninguna parte del planeta nadie demostró semejante capacidad insurreccional. Tal vez la tendrían Hitler, Mussolini o Perón y consta en sus movimientos, pero no una pequeña izquierda ocupada en construir microespacios electorales. Y los grupos pretendidamente insurrectos, ñángaras, células, aisladas con nula capacidad operativa, eran extraterrestres, por no decir que odiados por la gente normal de los tres o cuatro barrios donde “hacían trabajo” (favor no contar cuentos…). En 2011, Londres, Birmingham, Liverpool y Manchester se sacudieron con idénticos riots cuya diferencia con nuestros 27 y 28 de febrero fue una cosa: empresarios, eclesiásticos, políticos, sindicales e intelectuales, los enfrentaron enérgicamente. Los entonces jefes del gobierno y la oposición, David Cameron y Ed Milliband, propusieron rápido castigo judicial (hubo más de tres mil procesados).
Inefables sociólogos hablaron de las “causas profundas”, de la “injusticia social”, como si se tratara de Somalia, Etiopía o Cuba. ¿Será Birmingham un infierno de masas hambrientas y oprimidas que devoran una sopa comunal? ¿Habrá que hacer un mundo en el que nadie tenga siquiera que pagar un recibo que lo saque de la felicidad absoluta, cada quien con sus sesenta y cuatro doncellas huríes y ríos de leche y miel? Pero… ¿por qué no armaron turbas a Mao, Stalin, Franco, Ceausescu, Chapita, Pol Pot, Lukashenko, Mugabe, Pinochet, Castro o Kim Jong-il? ¿Será porque la gente ahí era (es) muy feliz? ¿Por qué ocurren en sociedades prósperas y democráticas? En la sesión del Congreso de Venezuela aquel día, mientras más brillaba la luminaria en la tribuna, más lamentable su testimonio para la (ridícula) historia. Igual intelectuales o empresarios.
Bajan los cerros en Montreal
Besaban los pies de la barbarie (como algunos hicieron el 4F). ¿Qué mecanismo falla para que en una sociedad estalle el pillaje? En el estudio de veinte casos de este síndrome hooligans se repite una variable constante, sin folclóricas teorías de la conspiración. La violencia en cadena se produce cuando y solo cuando el Estado no responde contundentemente al inicio de una alteración del orden público. Es un problema policial. Lo dijo el entonces primer ministro Cameron: la pifia de la policía, atolondrada por la turbia muerte en sus manos de un delincuente (Mark Duggan), la inhibió ante el primer motín con vidrieras rotas. Eso estimuló las pandillas hiperconectadas a actuar (sin que se pretenda culpar la tecnología). En Nueva York del siglo XIX las pandillas los Conejos Muertos, los Pendencieros y los Nativos del “Carnicero” Cutting, y en el XX Al Capone y Dillinger, funcionaban bien sin Blackberry ni iPhone).
En 1863 tuvo la marina que terminar a cañonazos desde el Hudson el levantamiento de los gangs en Five Points en vez de la policía arrollada. El 17 de octubre de 1969 en Montreal (¿un infierno social inhumano?) la policía se declara en huelga: hubo saqueos, destrucción y asaltos a bancos hasta que intervinieron el ejército y la Policía Montada. En Nueva York el apagón de 1977 tomó desprevenidos a los gendarmes y hubo mil seiscientos dieciséis saqueos, y mil treinta y siete incendios. En 1992 el bandolerismo incendia Los Ángeles. Había aparecido en TV el video aficionado de la paliza que la policía le dio a un negro, Rodney King, e intimidada, se acuarteló y no detuvo el arranque. En los saqueos de Caracas estaba en huelga la Policía Metropolitana. El gobierno sabe y por eso no habrá “explosión social”.
@CarlosRaulHer