Fiero Amor In memoriam Gustavo Rodríguez-Ibsen Martínez

Por: Ibsen Martínez

“Un comunista es un animal que después de leer a Marx  atacaibsen-martinez al hombre”.

(Guillermo Cabrera Infante.)

 Un día de entre mis días (de esto hará unos treinta años), escribí una pieza teatral ¡sobre Rómulo Betancourt! cuyo protagonista fue Gustavo Rodríguez.

Anduve de joven por un tiempo equivocadamente imbuido de la idea de que el teatro podía contribuir a la circulación de ideas. Esta ingenua y descaminadora doctrina ha hecho naufragar la carrera de más de un joven dramaturgo.

Como teatro, pese a la direccion de José Ignacio Cabrujas, por entonces en su plenitud creadora y quien no podía sentir más simpatía por el tema, y al entusiasmo y la entrega de un elenco en el que descollaba el talento y el allure de la muy guapa Carlota Sosa, Fiero Amor (que así se llamaba la pieza), resultó un fiasco de público, un fracaso sin atenuantes.

Casi preferiría dejarla fuera de la imaginaria antología personal que  ensueña todo autor dramático si no fuese porque de ninguna incursión en las tablas aprendí tanto como  aquella temporada de mi vida, remota y feliz.

Permítame el lector apartarlo de la discordia nacional que nos asfixia, aunque más no sea  por unos cuantos párrafos que, pese a la tristeza que me embarga por la muerte de un amigo irremplazable, no serán luctuosos porque todo lo que hoy evoco de Gustavo, de su epícurea bonhomía, de su cultura e ingenio y de su fulgurante carrera como actor, es regocijante.

Llegado aquí, se me hace obligado denunciar del modo más terminante, la cursilería fúnebre, transtorno constitucional del gremio teatral,no sólo venezolano, sino  planetariamente considerado.

Es algo que ha nutrido la mordacidad de figuras  teatrales de tan dispar origen y de épocas tan distantes como Shakespeare, don Ramón del Valle-Inclán (marqués de Bradomín), Enrique Jardiel Poncela, Jorge Ibargüengoitia, Vittorio Gassman, Orson Welles  y  el egregio Laurence Olivier, cabales hombres de teatro donde los haya habido que, no por ello, cerraron los ojos ni dejaron de  censurar cáusticamente ese rasgo común a actores y actrices en todo tiempo y  latitud del globo: el hipócrita refinamiento expresivo de quien, transido de envida,  finge encomiar  estremecida y mentirosamente al prójimo.

Dicho lo cual, regreso a Gustavo Rodríguez  y lo primero que debo destacar es que, por el tiempo en que nos embarcamos en Fiero Amor, su nombre era ya el más sólido que cabía hallar en el espectro de los más cotizados y yo apenas lo que en béisbol se llamaría un rookie, menos que un candidato a novato del año.

Lo que quiero decir, con imperecedra gratitud restrospectiva, es que Gustavo habría podido declinar la invitación y, sin embargo, no lo hizo. ¿Por qué?

Porque le interesaba la política, siplemente; tanto como cabía esperarlo de un artista de su época. Y porque el trecho de la vida  de Betancourt que a mí me interesaba examinar en aquella fallida obra era el del joven revolucionario, la figura más señera  de la generación del 28, que,ya a mediados de los años 30 del siglo pasado, sin abandonar el ideal justiciero, privilegia el ideal demócrata liberal, y rompe por ello con con la Vieja Guardia de chafarotes sobrevivientes del partido liberal amarillo y, mucho más importante todavía, con su propio  pasado marxista, algo por lo que, en tiempos del Comintern stalinista, se pagaba muy caro.

Gustavo hallaba en esa figuración de lo que un perspicaz ensayista político,  mi amigo Gehard Cartay, llamó atinadamente “el joven Betancourt”,  algo que resonaba en la biografía política de nuestra generación y, por tanto, en la suya propia.

***

La vívida caracterización que el concienzudo actor que siempre fue Gustavo hizo del Betancourt que, en 1931 redacta el visionario Plan de Barranquilla, o el que, en 1945 amarró los caballos del 18 de octubre a las puertas del palacio de Miraflores, helaba la sangre de cuantos contemporáneos del político alcanzaron a ver aquel montaje.

Lector impenitente y omnívoro, Gustavo se unía, gozoso, a la báquica tertulia, inescapablemente centrada en el tema político, que seguía a los ensayos y en la que brillaba Jean Maninat y atronaba Julio Sosa-Pietri, a quien no hay más remedio que presentar como el estentóreo hermano de Carlota, y quien también actuaba en aquella obra populosa en la que Freddy Galavís y José “El Enano” Rodríguez eran los olvidados  nibelungos del liberalismo amarillo con quienes topaban Gustavo, Jairo Carthy y demás estudiantes del 28,  al llegar a las mazmorras del Castillo Libertador.

¿Qué pintaba Carlota Sosa en aquel zuriburri de escenas disyuntas que era mi pieza? Pues era nada menos que, ¡agárrense bien!, el espectro de Madame de Staël, mi manera de colar a Clío, musa de la historia, en mi mostrenco auto sacramental de la generación del 28. Pues bien, en una de aquellas tertulias tabernarias de la Calle de la Puñalada, Gustavo propuso añadir un parlamento en labios de su Betancourt.

El bocadilo no era otro que el epígrafe de Cabrera Infante que preside esta bagatela dominical: “Un comunista es un animal que depués de leer a Marx ataca al hombre”. La mesa en redondo aulló de aprobación, pero por algún recóndito motivo, al día siguiente Cabrujas no aprobó el añadido.

De cualquisr manera, desde aquel momento y hasta nuestros días, Gustavo Rodríguez dio en saludarme bajando indefectiblemente su voz de barítono conspirador, mostrando su proverbial, deslumbrante dentadura de smiler with a knife, para preguntarme con una malévola sonrisa en los ojos: “Poeta, ¿qué es un comunista?”

Al unisono, ambos respondíamos: “Es un animal que después de leer a Marx ataca al hombre”. Sólo quien lo haya tratado “en corto” podrá imaginar con puntería la carcajada  mefistofélica que entonces soltaba Gustavo.

 Así habré recordarte siempre, Gustavo, hasta el fin de mi vida. Con tu carcajada digna del Vesti la giubba de I Pagliacci  y con tu fiero amor por Venezuela.

Ibsen Martínez está en @SimpatiaXKingKong

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