Mientras Latinoamérica avanza entre baches y sana sus heridas, Venezuela se dirige a compartir un dudoso nicho con el epítome del fracaso humano: Haití. No es una exageración, ni un manejo desaprensivo de los conceptos comparativos. Es una realidad escalofriante. El discurso convencional en estos casos dice que “estamos al borde del abismo”, pero a renglón seguido, aparece la fórmula: “a menos que…”. Si se siguen las instrucciones del orador, en general un candidato, el peligro quedaría mágicamente conjurado. La cruda realidad es que no estamos “al borde” porque ya caímos y nuestra mejor esperanza consiste en que podamos asirnos de algún arbusto en la cintura del desfiladero, y eso lo permitirían la voluntad y la inteligencia política. Caldera, Chávez, las élites y los pobretólogos decían que entonces había 80% de la población en la pobreza. Ahora es verdad.
Ellos hicieron ver que vivíamos en una especie de pozo séptico de miseria y corrupción, solo que los muchachos en los barrios usaban Nike y Adidas y el dólar costaba 60 bolívares de entonces, 6 céntimos de hoy. Por el momento lo que nos diferencia de la desventurada isla de Haití es que en 40 años de democracia se creó una infraestructura de acueductos, cloacas, electricidad, autopistas, carreteras, viviendas, hospitales, centros comerciales, centros educativos, telecomunicaciones, tráfico aéreo y terrestre, redes de distribución de alimentos, editoriales, periódicos, que le dieron a Venezuela hasta hace poco la condición de país más moderno de la región. Haití y Venezuela eran la antítesis. El primero nunca en su historia, salvo trágicos remedos, ha tenido democracia. Dictaduras, violencia, macumba, golpes militares.
Separados al nacer
Desde 1957 hasta 1988 gobiernan los dos Duvalier en un régimen de terror creado de los tonton-macoute. Podía pensarse que con el final del duvalierismo, comenzaría una era de libertad, paz y progreso, como Venezuela desde el 23 de enero de 1958. Pero en 1988 al presidente Leslie Manigat lo expulsa el general Henri Namphy, a su vez derrocado por el general Prosper Avril, cuya subsecuente defenestración permitió elecciones bajo dirección de la comunidad internacional. Triunfa en ellas el sacerdote Jean-Bertrand Aristide, primer presidente electo en la historia, -populista e irresponsable- al que sacan con un golpe, regresa, lo vuelven a sacar, hasta que en 2004 invaden los cascos azules para desencajar del poder al general golpista Raoul Cédras. En 2006 eligen a René Preval, en 2011 inicia el gobierno de Michel Martelly, y luego de estar suspendidas las elecciones para evitar la guerra civil, se realizan en 2016.
El organismo electoral declaró triunfador a Jovenel Moïse, sin reconocimiento de los candidatos derrotados, que prefieren matar a su pueblo que ponerse de acuerdo. Gran parte de esa abominable historia ocurre mientras Venezuela vivía una democracia que resintió sus defectos en 1983, en 1989 comenzó la recuperación, y sus partidos políticos y élites decidieron acabarla a partir de 1992. Desde ese momento, hace 25 años, el liderazgo nacional se decidió a hundir el país en ese rincón del infierno donde se saluda ya con el zombie de Duvalier. Ambas naciones tienen en común, en 2017, a diferencia del resto de la región, la inexistencia de democracia y la coincidencia entre factores de poder para destruirlo todo. Lo que parece vincular mellizalmente a Haití y la Venezuela que nació en 1992 es la monstruosa incapacidad de los grupos dirigentes para construir.
Entender para ganar
Particularmente cuesta entender que no es posible dirigir una nación si no existen acuerdos básicos de gobernabilidad que se plasman en la Constitución y que por eso, ella debe ser inviolable. Los grupos de poder haitianos demostraron que no pueden convivir y que cada uno necesita el exterminio del otro, con el agravante de que evidencian también que las crisis orgánicas en cualquier sociedad solo se resuelven si los factores de poder pactan para respetar los resultados electorales. De no ser así, las elecciones sucumben a los militares y los militares a las elecciones, en un remolino que hunde al país víctima en la barbarie. Los factores dirigentes en Colombia pudieron verlo claro, y si bien Uribe derrotó a la guerrilla militarmente, cuota esencial porque era un conflicto armado, Santos logra un acuerdo que podría permitir la convivencia en el tiempo y la estabilidad.
El fujimorismo aceptó el pacto democrático, tal como el pinochetismo, el PRI, el Farabundo Martí y los Tupamaros. El caos en Venezuela es precisamente porque no hay Constitución y un claro síntoma es la insolencia de un uniformado ante la voluntad popular representada por el Presidente de la A.N. ¿Se imagina Ud. que esto hubiera ocurrido, no digamos en Francia, sino en la hermana Colombia? (peor fue ver a un atajo de hienas descerebradas que insultaban al Presidente del Legislativo porque no le dio por lo menos una patada en los testigos al agresor). Con esta lógica verdulera, Bush ha debido salir para la calle con el que le tiró un zapato y Rajoy fajarse como un macho con el fulano en Pontevedra que le estrelló una trompada. Las revoluciones son como Circe: transforman los humanos en animales.