“La multitud ha perdido la virtud pública, yace tirada bajo la opresión, y necesita ahora de otros sostenes, de otros consuelos, para resarcirse de una miseria que no puede osar disminuir. Solamente un pueblo en estado avanzado de corrupción, de profunda debilidad moral, es capaz de convertir la obediencia ciega a los caprichos malvados de hombres abyectos en máxima moral para sí”.
Son, sin duda, palabras importantes, muy sentidas en estos convulsionados días, escritas por Hegel en su juventud, precisamente en 1794, justo el año de la muerte de Antoine Lavoiser, el famoso biólogo y economista francés, creador de la química moderna y –curioso detalle– de la teoría de la solución y disolución de los cuerpos. Y es que, en efecto, el fenómeno de la disolución no es exclusivo de la vida natural. Un Estado, bajo ciertas y determinadas condiciones objetivas, puede terminar convirtiéndose en una “mezcla homogénea” de “disolventes” y “solutos”, perdiendo así su determinación sustancial, cabe decir, la de ser un Estado. “Alemania –dice Hegel, esta vez, en 1799– ya no es propiamente un Estado”, solo lo es “en teoría y no en la realidad, porque las formas externas y la realidad no tienen nada en común: el vacío formalismo le pertenece al Estado, y la realidad, en cambio, al no-ser del Estado”. Se trata de un Estado abstracto, no efectivamente real. Es, a lo sumo, la organización de un ordenamiento constitucional que no dispone de ninguna fuerza que se corresponda con la esencia de un Estado”.
La grave crisis orgánica que traspasó la Alemania de su tiempo, hasta desgarrarla, fue el resultado inevitable de un pueblo que perdió la fe en sus propias capacidades creadoras, que se dejó consumir por el abandono de sí mismo, como consecuencia “de un largo período de opresión”. El tiempo –Hegel sospecha, de un modo liminar– fue factor implacable. Y de hecho, borrar el recuerdo de lo que se ha sido y sustituirlo con adulteraciones y falsificaciones es una característica de las autocracias. Así, la pérdida de la conciencia histórica jugó un papel preponderante en el proceso de disolución del Estado alemán: “El largo tiempo de la opresión, el olvido total de un estado mejor, puede llevar a un pueblo hasta este extremo”.
La estatolatría es el síntoma de disolución del Estado, un desgarramiento. Es, en síntesis –y como apunta Gramsci–, “una determinada actitud respecto del ‘gobierno de los funcionarios’ o ‘sociedad política’, que, en el lenguaje común, es la forma de vida estatal a la que se da el nombre de Estado y que vulgarmente se entiende como la totalidad del Estado”. Pero el Estado, como organismo viviente, es mucho más que el simple “gobierno de los funcionarios”. Un país que ha sido recientemente calificado como “el peor país para hacer negocios”, es un país que sufre de estatolatría, es decir, un país con un “Estado abstracto”, en el que la disolución del Estado propiamente dicha ya se ha hecho efectiva. Porque el Estado como tal, el Estado realmente efectivo, es la compenetración de la sociedad política y de la sociedad civil. Es más, un Estado real, orgánico, es aquel –y, con la venia del lector, conviene volver a citar a Gramsci– que “se identifica con los individuos, como elemento de cultura activa (o sea, como movimiento para crear una nueva civilización, un nuevo tipo de ciudadano)”, y “tiene que servir para determinar la voluntad de construir en el marco de la sociedad política una sociedad civil compleja, bien articulada, en la cual el individuo sea capaz de gobernarse por sí mismo sin que por ello su autogobierno entre en conflicto con la sociedad política, sino convirtiéndose, por el contrario, en su continuación normal, en su complemento orgánico”.
Es verdad que la crisis orgánica del Estado, en Venezuela, no es cosa reciente, con la excepción de uno que otro paréntesis histórico. En efecto, se puede afirmar con propiedad que, desde el momento mismo de su fundación, la república ha padecido, la mayor de las veces, de esta suerte de confusión de gobierno y Estado, que es la estatolatría propiamente dicha, dada la preeminencia que los “tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas” –la frase es de Bolívar– han tenido sobre ella. La idea mal comprendida de que el Estado se compone únicamente de “poderes” especiales –Ejecutivo, Legislativo, Judicial y, en el caso de Venezuela, Ciudadano–, mientras que el resto de la sociedad no tiene ningún tipo de participación en su dinámica, en su movimiento real, es en realidad una versión bastante limitada, esquemática y, por ello mismo, vaciada de contenido, del quehacer del Estado como expresión objetiva de la praxis política y social de un determinado pueblo.
Un Estado efectivamente republicano y auténticamente democrático, es aquel que promueve la participación activa de la sociedad civil y, con ella, el crecimiento cada vez mayor de la autonomía, es decir, no el “gobierno de los funcionarios”, sino aquel en el que “el individuo es capaz de gobernarse a sí mismo sin que por ello su autogobierno entre en conflicto con la sociedad política”, precisamente porque se siente “arte y parte” del Estado. Ahora, cuando un Estado “estatolátrico” no solo se aísla, es decir, se abstrae de la sociedad y la concibe como “su enemiga”, sino que, además, ese mismo Estado es incapaz de distinguir la composición de los distintos poderes que formalmente lo constituyen, confundiendo el Poder Ejecutivo con el Estado, bajo la sombría complicidad de un Poder Judicial –como diría Hegel– “puesto”, es decir, absolutamente carente de legitimidad, entonces se puede decir que se está en presencia no solo de un Estado que no lo es, sino que, precisamente por ello, se trata de un “Estado” forajido, o, más bien, compuesto de forajidos, de canallas (Rogue State), según la definición dada por la ONU para referirse a ese tipo de “Estado” que se revela como una auténtica amenaza para la paz mundial, como resultado de sus manifiestas inclinaciones –casi siempre ocultas, dada su compulsiva obsesión por mentir– autoritarias, violatorias de los derechos humanos, corruptas y terroristas, en síntesis: delictivas. En esas manos parece haber terminado una población que, por dignidad y autorreconocimiento, busca desesperadamente el modo menos traumático de librarse de esta no solo incorrecta, sino disoluta representación del Estado: ¡vaya pesadilla!